19 nov 2011

Hay un Cristo colmenero. Me lo contó don Bernardo, un sacerdote que parece un angelote, rubicundo por la estupenda salud del alma y con su estuchito para la insulina. A los ochenta y uno, la glucosa le ha apagado definitivamente la luz de los ojos al tiempo que se enciende más y más su corazón.

Dice don Bernardo que el Cristo de las mieles es vecino del túmulo de Joselito, “El Gallo”, solemne en su dormición marmórea después de la cornada de Talavera, medio cuerpo bajo el capote de paseo que le tejió su madre, doña Grabiela, la gitana que paría torerillos y cinceló Benlliure, aquel valenciano que hacía hablar a las piedras. Y le llaman de las mieles porque a su boca de bronce, abierta tras la eterna agonía, llegaron las abejas para tejer una colmena, unas celdillas geométricas detrás de los divinos dientes, en el cielo del paladar de quien es puerta del Cielo.Un día caluroso, de aquella boca preciosa que preside un panteón de gente adinerada comenzó a manar el dulce oro, ámbar que se derretía al fuego del astro para recorrer la santa anatomía cubierta de sangre, escupitajos y heridas purulentas. Goterón empalagoso que se detenía un momento en la rodilla despellejada para caer, por el peso de los azúcares de las flores libadas en el camposanto, sobre uno de los pies grapados al madero.

Don Bernardo sabe que una vez se llevaron al Cristo de las mieles para restaurar su cruz, podrida por los soles y las lluvias. Y que en la artesana tarea quitaron de su boca la fábrica de confitura de los insectos. Y que apenas volvieron a alzarlo sobre la lápida de abolengo, una abeja tímida recorrió la dentadura metálica, se posó en la lengua seca, entró en aquella gruta divina y al punto llamó a sus compañeras, que volvieron a tejer el panal, a embadurnar de miel el cuerpo del ajusticiado.

Don Bernardo, que es cordobés y ciudadano del mundo, en ocasiones cierra los párpados de sus ojos ciegos y se planta en mitad del cementerio para buscar aquella fuente de dulzuras que respeta la glucosa de los diabéticos. Corre a besar los pies llagados y sus labios enamorados brillan por el barniz de la miel divina.
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