20 ene 2012

Enero es un mes de carteras y monederos hambrientos. Además, en buena parte de nuestro país el cielo pinta negro y bajan las temperaturas hasta la tiritona. Y nieva y llueve para que la tierra se convierta en un lodo sucio. Y ya no hay luces ni panderetas, ni siquiera fiestas laborales a la vista que puedan ofrecer un incentivo a la rutina: un día tras otro, una semana tras otra, como si todas las jornadas fuesen lunes, un lunes de oficina y taller, un lunes a la espera de una entrevista de trabajo, un lunes en la larga fila del INEM.

Por si fuera poco, el nuevo Gobierno ha terminado con los puentes, esas vacaciones en mitad de la estepa del curso que acogemos con regocijo, fuente de ingresos para quienes se dedican a los negocios turísticos. En enero, al comienzo de un año para el que todo son malos augurios, sin lugar para una bocanada de aire fresco, la cuesta se hace de verdad empinada.
La vida es un regalo, que no una tuerca en la maquinaria productiva de un país. Por eso necesitamos la esperanza de la fiesta, la posibilidad de cambiar de aires de cuando en cuando, de romper la rutina con el requiebro de un viaje -aunque sea a un destino cercano-, de un plan extraordinario, que son los que fraguan, entre otras cosas, la historia amable de cada familia.

Bien es cierto que las vacaciones son un logro de antes de ayer, que a lo largo de la historia nuestros antepasados no disfrutaron de mucho asueto, aún menos de la posibilidad de conocer mundo porque se trabajaba de lunes a sábado, permitiéndose el descanso dominical para cumplir el precepto, que no consiste únicamente en asistir a Misa sino en abandonar la azada, el puesto en la cadena de la fábrica, la silla del despacho para alabar a Dios con veinticuatro horas de descanso.

Sin embargo, ¿por qué renunciar a las mejoras que dignifican aún más este regalo de vivir? Un periodo de crisis no es suficiente razón para hacer más rutina de la rutina, sobre todo en un país como el nuestro, en el que los horarios laborales y escolares son enemigos acérrimos de la convivencia familiar, de esas horas que necesitamos para percibir que el trabajo no lo es todo.
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