Aquel hombre se frotó las manos.
Escogió un espacio entre dos nudillos para pasar la yema de su índice nervioso. "¿Lo veis?", preguntó
con una falsa alegría, "la vida hay
que contarla a golpe de 20 años".
Su dedo comenzó a brincar de intersticio en intersticio al tiempo que silabeaba números. "La
vida nos la bebemos a tragos de 20 años, y a mí
sólo me queda este pocillo". Entonces alzó la vista
para clavarme unos ojos suplicantes, como de náufrago.
No supe responderle. Yo era, por aquel entonces,
un chaval de 15 años asombrado al descubrir el
lugar que me iba ofreciendo el mundo. Sin ton-
tas fórmulas, comenzaba a entender que la vida
es el mejor de los regalos, un regalo siempre car-
gado de sorpresas, casi todas buenas. Eso sí, no
había rebasado todavía uno solo de los intersticios de mis manos. Tal vez por eso sentí un impulso de rebeldía frente aquel hombre concentrado en sus articulaciones leñosas. Hoy, a mis
42, certifico que la vida me sigue regalando sorpresas, y casi todas son buenas. Seguir leyendo en pdf.