A finales de los 80 se hacían
películas muy ingeniosas.
En el reparto casi siempre había
una guapa muy guapa, como
es natural, pero al actor principal se le permitía rozar incluso la fealdad si es que al interpretar garantizaba método y maestría, que
son dos de las características de Bill Murray,
un hombre con el rostro herido por un maldito acné juvenil, muescas que han terminado por arrinconarle en la bóveda de las estrellas. Seguir leyendo en pdf.