Hace no mucho que le vi en
el tren. Compartíamos un mismo vagón del AVE y –lo que es mejor- un mismo
destino, lo mismo da que éste fuera una ciudad andaluza o la mismísima capital
del reino.
Lo que imponía es que allí estaba José Manuel Caballero Bonald, uno de los últimos rostros populares de la literatura –si entendemos popular como reconocible-, cuyo nombre y algunas obras memorizan los alumnos para la Selectividad, especialmente en la baja Andalucía. Amansado por los años, les aseguro que Bonald es un anciano de gesto amable y barba entrecana, de melena dejada y párpados caídos, de piel limpia y arregladita, de visera y movimientos algo torpes que, al bajar del tren, proyectaban la sombra del último de los sénecas. Es a estos, a los sénecas de casi penúltima hora, a los que suelen celebrar con el Premio Cervantes, un gesto oficial y coronado que pone broche, guinda, a la trayectoria de los magos de las palabras. Y Caballero Bonald lo es. Un mago de la palabra precisa, del léxico ubérrimo y especializado, de una vasta cultura que comprende desde los ambientes universitarios a las últimas boqueadas de la vida rural.
Lo que imponía es que allí estaba José Manuel Caballero Bonald, uno de los últimos rostros populares de la literatura –si entendemos popular como reconocible-, cuyo nombre y algunas obras memorizan los alumnos para la Selectividad, especialmente en la baja Andalucía. Amansado por los años, les aseguro que Bonald es un anciano de gesto amable y barba entrecana, de melena dejada y párpados caídos, de piel limpia y arregladita, de visera y movimientos algo torpes que, al bajar del tren, proyectaban la sombra del último de los sénecas. Es a estos, a los sénecas de casi penúltima hora, a los que suelen celebrar con el Premio Cervantes, un gesto oficial y coronado que pone broche, guinda, a la trayectoria de los magos de las palabras. Y Caballero Bonald lo es. Un mago de la palabra precisa, del léxico ubérrimo y especializado, de una vasta cultura que comprende desde los ambientes universitarios a las últimas boqueadas de la vida rural.
A Caballero, tan barroco y
tan riguroso en el decir y en el escribir, le pesa el tiempo que le ha correspondido,
esos años de la tan manida transición, en la que cobraron mayor importancia las
querencias políticas de los intelectuales -por más que dichas querencias
erraran el rumbo de la libertad- que su propia obra. Me apuesto el cuello a que
la mayoría de sus compañeros de ideología no ha sido capaces de terminar un
poemario de don José Manuel, de llegar siquiera a la mitad de cualquiera de sus
novelas ambientadas en los esteros de Doñana, mundos salvajes de aguas
estancadas en los que se ocultan fabulosos tesoros entre nubes de mosquitos y
habitan hombres pútridos a causa de los vicios, en los que Caballero Bonald se
recrea con tanto detalle como gustaba su colega Cela, en un realismo sucio del
que beben, incluso, las tan traídas y británicas “Cincuenta sombras de Grey”.