12 oct 2013


Soy un hombre con suerte.

Es lo que suele decir el novio cuando le preguntan cómo es su santa. Y sí, reconozcámoslo, casi todos los hombres tienen suerte de que a su lado haya una mujer que les entienda (y les soporte). Rizando el rizo, los que tienen suerte, auténtica suerte, suerte de la buena, son los hombres casados, especialmente aquellos que van cumpliendo años junto a la misma mujer, aquella que fue una graciosa chiquilla y hoy carga no solo con el peso del tiempo (la familia, el hogar, el trabajo, ¡tantas cosas que pesan y pesan!), y que, a pesar de todos los pesares, sigue fiel a aquel a quien se entregó.

Pero no voy a hablar del amor, que ya tendremos ocasiones cuando el otoño se acabe y transcurra también el invierno, cuando se descuelgue una nueva primavera, estación que altera los humores primarios y engaña a los hombres barbados, a quienes tienta a jugar con la suerte (que es la paciencia de su esposa), empujándoles por el despeñadero de la inconsciencia.
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E insisto: soy un hombre con suerte, aunque la fortuna que hoy les traigo no tenga que ver con mi mujer, que es como un dado de seises en cada una de sus caras, sino con la gente que me rodea.

Si tienen la misericordia de seguir a este tiralíneas, recordarán que mis últimos artículos han sido excusa para homenajear a ese tipo de gente que te facilita ser mejor persona.

Primero fue Manuel, el lotero de Galicia, que sin conocerle me ha despertado el propósito de ser honrado hasta en los gestos aparentemente más anodinos. Después vino mi hijo mayor, un adolescente de catorce años que se tragó las lágrimas después de que un ladrón le arrancara el teléfono móvil de las manos. Y la semana pasada Pablo Horstmann, el niño que cazaba ranas y lleva salud a miles de africanos.

Hoy le toca a Ángel. Lo conocí en Córdoba hace ya un puñado de años. Tiene diecinueve y nació con una parálisis cerebral que le impide hablar y moverse. Como lleva tiempo de operación en operación para solucionar sus graves problemas de espalda, ha decidido contárselo al Rey. Y es que Ángel también se ha pasado muchos meses en “el taller”, en ocasiones más allá que aquí, casi siempre cosido por dolores agudísimos que no puede gritar porque su voz está muda. Sus padres, con la clarividencia de haberle criado, traducen a los médicos los sudores repentinos y los espasmos; convierten en palabras las miradas de Ángel, sus pestañeos y hasta el ritmo de su respiración.

El detonante de la carta que Ángel le ha escrito a nuestro monarca es que ambos han pasado por las manos del mismo médico, el doctor Villamor, experto en chasis y junturas. Pero antes de continuar, debo advertirles que nuestro protagonista es una persona de vasta cultura. A golpe de ordenador (una máquina que habla por él) se ha sacado la primaria, la secundaria, el bachillerato y ha llegado a la Universidad. Es decir, que Ángel no pretendía mandarle un dibujito feliz a don Juan Carlos, ni explicarle qué es un Rey para él, pues esa es misión de los niños aplicados.

En la carta bromea con un hombre al que las bromas parecen estarle saliendo caras. Pero también le habla del dolor físico, de la rabia que sintió al tener que dejar la Facultad porque no aguantaba en la silla de ruedas. De hecho, se pasó muchos meses postrado en la cama. Y aunque los efectos beneficiosos de su segunda operación están tardando en llegar, le cuenta al Rey que está feliz por volverse a sentar en la silla (aunque sólo unas horas al día), por salir a la calle, contemplar la playa desde el paseo marítimo y tomarse un refresco viendo pasar las gaviotas.

A don Juan Carlos le habla de sus gustos compartidos, de su pasión por la Historia de España, por el papel de nuestros primeros Reyes…, y procura levantarle el ánimo ante el futuro: espera que el enfermo real dé aún mucha guerra, guerra de la buena.

Y en el último párrafo, claro, le habla de fútbol, de la pasión de Ángel por el Real Madrid, cuya camisa firmada por toda la plantilla le acompaña de hospital en hospital, porque uno debe ser fiel a sus amores incluso cuando no quedan ganas ni de corear un gol.

Se despide Ángel recomendándole paciencia. Por experiencia, conoce lo tediosa que es la cama, lo aburrida y a veces frustrante que se hace una recuperación. Y es entonces cuando le habla al Rey de lucha y constancia, virtudes que hacen que al hombre todo le sea posible, incluso vivir con alegría sin poder hablar ni moverte.

Les he dicho que soy un hombre con suerte.



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