19 oct 2013


A mí Robin Hood siempre me dio mala espina, incluso cuando nos lo dibujaron con cuerpo de zorro (Disney supo dar con el animal que mejor representa al sosías del personaje). Tampoco me convencía cuando después de comer, en el sesteo de la película de los sábados, Errol Flynn con mallas coloreadas daba brincos por un estudio que reproducía las tripas del castillo de Nottingham en cartón piedra. El de Flynn era un Robin caballeroso, que parecía no apestar a sudor, inspirado en la plumilla de Harold Foster, padre de “El Príncipe Valiente”, obra maestra del cómic universal. 
Y aunque el personaje tiene para mí un tufillo a trampa, reconozco en la raposa de Disney y en el galán de los bosques la idealización más amable del personaje vestido de verde, no así en un Kevin Costner peinado a la moda de los noventa (¡qué pronto envejecemos!) o en un Russell Crowe que, este sí, atufa a sobaco y contagia la desazón que siembran chinches y piojos. 
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Lo que menos me gusta de Robin Hood es la idealización de su misión, esa cantilena de que roba a los ricos para repartirlo entre los pobres. El dinero, cuando se ha conseguido mediante trucos y violencias, siempre quema, arde, traspasa la piel, las buenas intenciones y las promesas de convertirnos en el yerno ideal. Esto último lo escribo por Lady Mariam, la hija mal criada y caprichosa, que mira si no tenía candidatos con los que unirse en feliz y fecundo matrimonio, y va y elige a un proscrito sin modales, acostumbrado a vivir de los impuestos que religiosamente paga el resto de los ciudadanos: pobres, de clase media y hasta ricos riquísimos. 
No, no me fío de Robin Hood ni de los salvadores de los necesitados (las clases necesitadas, dicen, con esa retórica teñida de rojo), llámense Castro, Mobutu Sese Seko (¡menuda musicalidad!) o Nicolás Maduro, pues detrás de sus baños de multitudes iletradas se esconden cuentas millonarias y toda clase de caprichos abusivos, propios del príncipe Juan Sin Tierra, ya saben, ese león al que le gustaba contar monedas y que se chupaba el dedo y estrujaba la oreja, aturdido por su complejo de Peter Pan. 
Nosotros también tenemos nuestros Robin Hoods patrios. Creen inspirarse en la leyenda de los bandoleros que se ocultaban entre los peñascos de las sierras andaluzas, aclamados en los pueblos porque hacían creer que metían sus trabucos por las ventanillas de las diligencias de los viajeros pudientes para, el día de la Patrona, repartir el generoso botín entre familiares y vecinos. Al Tempranillo, Diego Corrientes y el Pernales podía aplicárseles la misma vara de medir que a nuestro Errol Flynn con arco y carcaj: el dinero arrancado de manos ajenas les fue engolfando más y más, envenenando su codicia. De nada les valió entonces aquel ingenuo propósito de sisar para distribuir la riqueza con mayor justicia; su faltriquera crecía y crecía, y al placer de arrancar monederos, joyas y carteras sumaron crímenes horrendos que no tienen cabida en ningún libro de Historia para la Secundaria, no nos vayan a acusar de menear la memoria histórica. 
Nuestro bosque de Sherwood no es demasiado frondoso. En las dependencias de la administración andaluza no hay troncos, ramas ni follaje. Pero en sus despachos y pasillos han fraguado estos Robin Hoods de cuarta regional, protagonistas del robo más chusco que se recuerda. Amparándose en el escudo de sus cargos, del servicio que en teoría estaban prestando a la sociedad que les había escogido como administradores de lo público, como representantes sindicales, trincaron tantos billetes que ya no se les ocurría ni en qué gastarlos.
Podrían, como el cura Camilo Torres que entró en armas en la Colombia de los sesenta, haber metido la mano en el bolsillo de los terratenientes, de los grandes empresarios, de los oligarcas, de aquellos que disfrutan de una SICAV, pero les pudo el afán de bañarse en euros fáciles, de limpiarse las posaderas con uno de quinientos, y decidieron arramplar aquellas partidas reservadas para los parados, que a fin de cuentas son los más necesitados en esa tierra con tan pocas oportunidades.



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