3 oct 2014

La vida nos llega trufada de misterios. Algunos apuntan al destino, esa niebla incierta por la que caemos. Otros, al más allá: si crees o no crees, si nos reconoceremos en el momento de la resurrección (pues desconocemos la edad en la que seremos o fuimos más guapos), si podremos jugar al mus con Napoleón o la Reina de Saba… Y los hay que prefieren el más acá: cuándo llegará ese domingo en el que acertaremos una de catorce, para restregársela al jefe por la espalda o por la cocorota, si es que anda ligero de pelo.
Hay misterios para todos los gustos. "¿Alguien ha visto mi móvil?", sempiterna pregunta de mi esposa, es uno de los más cacareados desde que la vida se ha convertido en un politono. Antes el lugar del teléfono inalámbrico lo ocuparon las llaves, a las que dedicaron incluso una canción infantil.
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También existen misterios humillantes que se convierten en duda: después de una semana y media a jamón de york y manzana, la báscula se ha vuelto loca o es que llevo en la tripa un imán. ¿Quién puede entender los caprichos de los números digitales, gramo va gramo viene, siempre en una escalada que parece no conocer límite?
Hay misterios para todas las edades. Los escolares no entienden en dónde se esconde el error de sus exámenes ribeteados en rojo. Los adolescentes tampoco entienden por qué sus padres han decidido poner la zancadilla a cualquier propuesta cargada de sentido común, como los padres no entienden por qué las propuestas de sus hijos adolescentes parecen propias del loquero de Ciempozuelos. Hay también misterios para los hombres maduros, como el que en pleno 2014 todavía no se haya inventado un tinte de pelo para caballero que no resulte grotesco. Y para mujeres provectas, a las que la minifalda ya no les ayuda a retornar a sus años de gloria.
Y misterios para los ancianos: ¿qué mala jugada resquemará a sus hijos para que les hayan entregado a los cuidados de una residencia, cuando todavía son capaces de valerse por sí mismos y vivirían más felices en medio del jaleo familiar? O por qué la jubilación les ha empujado –pobrecillos- a dedicarse en cuerpo y alma a sus nietos, mientras hijo y nuera (yerno e hija) se dejan los cuernos para poder pagar las vacaciones.
Pero no existe misterio comparable al de Emidio Tucci, un modisto sobre el que parece no correr el tiempo, a juzgar por los años (decenios, pobrecito) que lleva vistiendo a las clases medias de España y Portugal. ¿Quién es Emidio Tucci? Media patria cree que un señor de Italia asentado en Madrid, que es en donde se encuentra la sede del imperio del Corte Inglés. Además, de Emidio nada, que por estos lares cañís se le llama Emilio, como a los porteros del barrio Salamanca.
Digo que no hay misterio como el de don Emidio porque no hay genio de la moda que facture más dinero, sin que nadie haya conseguido ponerle un rostro.
Cosa distinta son la baraja de tipos que presentan colecciones en las pasarelas de medio mundo, unos más cursis que otros. Hasta el íbero más bizarro es capaz de soltar cinco o seis nombres de costureros importantes con la misma soltura con la que cantaría la alineación de su equipo de fútbol del alma.
Pero, repito, ¿cómo es Emidio Tucci? Conocemos sus creaciones, esos trajes que anuncian los magos del balón y que lo mismo pueden utilizarse para acudir a una firma en la notaría que para chutar unos balones en el parque. Conocemos sus chaquetas de sport, sus camisas anodinas, sus pantalones de pana y sus chinos. Puede que también tenga el buen mozo una colonia con su nombre, un perfume para hombres barbados, una esencia para clientes fieles al Corte Inglés. Pero, ¿cómo es él?... ¿Bajo, alto, gordo, delgado, moreno, rubio…?
Les aseguro que mi artículo no pretende recordar a uno de esos monólogos en los que los actores comienzan frotándose las manos. Ni mucho menos. Lo mío es una duda vital, la necesidad de destrabar el nudo que siento cada vez que me deglute la escalera automática del gran almacén, cuando la lluvia de carteles con la firma del misterioso italiano, don Emilio, se atora en mis pupilas.
Emidio Tucci puede darle, con justicia, la mano al Monstruo del Lago Ness, al Abominable Hombre de las Nieves y a las Caras de Bélmez. No; a esas no, que resultaron ser un fraude. Emidio no lo es, que hoy llevo uno de sus pantalones, en los que hay una etiqueta con su firma. Buscaré a un grafólogo para que me resuelva la ecuación.

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