El ébola salta de español en
español, causando estragos en las meninges nacionales, pues el virus ha
convertido al indocumentado en más indocumentado, al tonto en más tonto, al
lenguaraz en más lenguaraz, al malvado en más malvado, sin sacar tantas cosas
buenas que llevamos dentro.
Asusta encender la radio y el
televisor para ver y escuchar cómo unos y otros –también en los programas del
corazón- pontifican acerca de una imaginaria pandemia que puede convertir
nuestro país en un kilométrico cementerio. A este loquero en el que se maneja
tanta ignorancia como desprecio a los enfermos (principalmente a los que se han
contagiado y mueren en el Oeste de África), sólo le falta una Belén Esteban
ofreciendo a las cámaras –grito va, grito viene- una clase práctica de cómo se
pone y se quita el traje espacial con el que debe atenderse a los infectados.
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Lo siento por los hipocondriacos,
que han dejado las farmacias sin existencias de termómetros, así como por los
médicos que hacen guardia en las Urgencias de los hospitales. A estos últimos
les esperan horas difíciles frente a quienes confunden unas décimas de
temperatura con los síntomas que produce el devastador demonio de la jungla.
Somos presa del histerismo, alentado
y magnificado por la falta de contención de casi todos, también de los
periodistas, que han hecho del único caso de contagio de la enfermedad tropical
un apocalipsis con el que liderar la audiencia.
La causa de este monumental
sinsentido está en la sobreinformación. Queremos saber de todo, al instante y
en todo momento, sin analizar la veracidad de las noticias. Vuelan los
mensajes, los wasaps, los comentarios en las redes sociales y las
actualizaciones en todos los medios de comunicación.
Ya no es una auxiliar de enfermería
la que porta el bicho sino toda una sociedad la que aplica lejía a su
conciencia, levantándose airada contra el sacrificio de un perro que puede ser
portador del mal, al que regalan toda la conmiseración que exige el drama que
asola Sierra Leona, Liberia y otros retales del continente africano, en un
debate acerca de la mala suerte de una mascota en el que se tilda de “asesinos”
a quienes cumplen con la desagradable misión de sacrificar –por el bien de
todos- al animal de compañía, que no asesinarlo, verbo que necesita como sujeto
pasivo a una persona.
El ébola nos ha llegado con dos
misioneros moribundos que fallecieron en loor de admiración y reconocimiento,
aunque ni uno ni otro provocaron tantas adhesiones como el famoso Excalibur. Es
la lógica del chihuahua, la filosofía del buldog francés frente a las fosas de
arcilla que cobijan a los muertos del África tropical.
Por si todo lo anterior fuera poco, aparecen
oportunistas que se agarran a cualquier excusa para tratar de tumbar a su
rival. En medio del terror, encuentran enemigos, como si sus contrarios ideológicos
fuesen padres de este virus del que apenas se sabe nada porque todavía no había
saltado a Occidente y era sólo una calamidad más en la mala vida de los
“negritos”.
No se han gestionado bien las
intervenciones de una ministra desbordada por todos los frentes, que carece del
aplomo necesario para liderar departamento tan delicado. Y es inadmisible que
otro politicastro vuelque responsabilidades en la auxiliar de enfermería, como
si enfermar fuese cuestión de culpas. Pero ahora lo que urge no es puntuar la
gestión de esta malaventura sanitaria (como si las enfermedades tuviesen carné
de partido), sino dar voz a los expertos -y sólo a los expertos-, una y otra
vez, hasta que el ébola sea una pesadilla que duerme en las hemerotecas.