Hasta el más
indignado votante de Podemos no tiene más remedio que reconocer, en el discurso
de Pablo Iglesias –de nombre y apellido le viene al galgo- el sabor de lo
eventual, de lo pasajero y hasta de lo ficticio. El perfil del líder siempre
circunspecto augura sensacionales momentos en “Sálvame” y programas por el
estilo cuando se haya apagado la estrella del partido y sólo quede, por quedar,
una barba, una coleta y esa verborréica boquita. Porque me da que el
protagonista del cambio no tiene nada que ver con la Universidad más subversiva
sino con las alfombras de Palacio, mire usted quién lo iba a decir, a juzgar por
el contenido del discurso, la elección del escenario y los millones de
españoles encandilados con el nuevo Rey, quien sin permitirse una sola
concesión a la demagogia fue, punto por punto, dibujando el país que necesitamos
y reclamamos: honradez en las instituciones y quienes las manejan, ejemplaridad
en la cúpula del Estado, sana alternancia de gobiernos, unidad y solidaridad
sin ambages entre los distintos territorios, trabajo para todos, esperanza, en
suma, de que es posible aspirar a la excelencia nacional sin recurrir al toma y
daca. Y más honradez y ejemplaridad, por si la médula de sus palabras no nos
había quedado clara.
El discurso de
Navidad del Rey estaba en horas bajas. Habíamos llegado al punto de convertirlo
en una pobre excusa con la que rellenar la primera página de los diarios del 26
de diciembre, y la gente prefería los terribles villancicos de Raphael. Pero
hoy sus palabras nos empujan como un viento nuevo.