29 dic 2014

Hasta el más indignado votante de Podemos no tiene más remedio que reconocer, en el discurso de Pablo Iglesias –de nombre y apellido le viene al galgo- el sabor de lo eventual, de lo pasajero y hasta de lo ficticio. El perfil del líder siempre circunspecto augura sensacionales momentos en “Sálvame” y programas por el estilo cuando se haya apagado la estrella del partido y sólo quede, por quedar, una barba, una coleta y esa verborréica boquita. Porque me da que el protagonista del cambio no tiene nada que ver con la Universidad más subversiva sino con las alfombras de Palacio, mire usted quién lo iba a decir, a juzgar por el contenido del discurso, la elección del escenario y los millones de españoles encandilados con el nuevo Rey, quien sin permitirse una sola concesión a la demagogia fue, punto por punto, dibujando el país que necesitamos y reclamamos: honradez en las instituciones y quienes las manejan, ejemplaridad en la cúpula del Estado, sana alternancia de gobiernos, unidad y solidaridad sin ambages entre los distintos territorios, trabajo para todos, esperanza, en suma, de que es posible aspirar a la excelencia nacional sin recurrir al toma y daca. Y más honradez y ejemplaridad, por si la médula de sus palabras no nos había quedado clara.



El discurso de Navidad del Rey estaba en horas bajas. Habíamos llegado al punto de convertirlo en una pobre excusa con la que rellenar la primera página de los diarios del 26 de diciembre, y la gente prefería los terribles villancicos de Raphael. Pero hoy sus palabras nos empujan como un viento nuevo.
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