Las Navidades, así
en plural, son un tubo de la risa, una vorágine que comienza con la cena de la
empresa y finaliza con el roscón de Reyes, los azúcares, el colesterol y el
cinturón abdominal subidos a la parra, y la cabeza echa un lío con lo que nos
han regalado y lo que hemos regalado. Y me gustan, claro, pues hay razones que
merecen excesos. Excesos que también deberían ser de vuelta, el do ut des que dicen los que no se
olvidan del origen de nuestra lengua.
En estas calendas
en las que todos tenemos una ventana abierta al mundo –hasta las antípodas
forman parte de nuestro patio de vecindad-, la conciencia protesta si le damos
la espalda a las necesidades de quienes están tan lejos y tan cerca al mismo
tiempo. Aquellos cuyos gritos de dolor, cuya soledad nos llegan por email.
A mí me ha escrito
Ayuda a la Iglesia Necesitada, una institución de derecho pontificio, lo que
suena muy fiable. Les conozco desde hace años. De hecho, colaboro con sus
proyectos, tal vez porque haber nacido en esta vieja piel de toro me hace
sentir cristiano viejo y asumir ciertas responsabilidades.
Esta Navidad AIN se
ha propuesto acompañar a los cristianos perseguidos de Irak, obligados a
abandonar, después de dos mil años, los escenarios bíblicos a causa de la
amenaza del Estado Islámico, que en tantas ocasiones a lo largo de este 2014 se
ha convertido en espantosa realidad.
Ojalá que a
nuestros excesos navideños también sumemos una vela –un donativo- que lleve a
los campos de refugiados el asombro de la Nochebuena.