Aunque los bañistas
sigan a lo suyo, como si no la vieran, la hipocresía flota en Occidente como
los restos de un naufragio. ¿Acaso no sabíamos en qué consiste una guerra?
¿Acaso desconocíamos las malas artes que se emplean en cualquier conflicto
bélico? ¿Acaso esperábamos que los agentes de la CIA ofreciesen merengues y
otras delicatesen a los presos de Guantánamo y demás agujeros?
En ningún tiempo
–ni siquiera cuando los mandos se atusaban las puntas de sus frondosos bigotes
rojizos- la guerra ha sido ni será una elegante partida de backgamon. La muerte
violenta llama, necesariamente, a la muerte violenta y a todas sus variables
(entre las que destaca la tortura de rehenes).
De acuerdo, en el
enfrentamiento contra el terrorismo islámico no hay un enemigo definido, ni una
declaración al uso de ambas partes. Tampoco un armisticio. De acuerdo, en este
modelo belicoso tampoco se reconocen banderas ni uniformes. Es una inquietante
paliza de todos contra todos, en la que los mapas no señalan líneas ni
trincheras, más allá del escondite de aquel demonio saudita que, en su
juventud, gastaba los petrodólares en Harrods.
La guerra es así,
barbarie que asesina antes de preguntar, por mucho tratado internacional
plagado de buenas intenciones que pretenda salvaguardar a la población civil,
evitar el dolor de ancianos, mujeres y niños, prohibir el uso de armas químicas
o el empleo del tormento para lograr información. Por tanto, que nadie se eche
las manos a la cabeza: la guerra no es un teatro.