17 ene 2015

En este mundo de locos, en el que cada mañana mojamos el café con magdalenas de sangre y con los birlibirloques de quienes chulean nuestros impuestos, se agradecen esa clase de noticias que parecen rozar la humorada y, sin embargo, demuestran que la gente –oséase, usted y yo- tiene la cabeza y el corazón en otro tipo de asuntos (tan mollares como el discurso siempre enojado del de la coleta). Una de ellas es la que anuncia el día internacional de la croqueta, que por decisión de no se sabe quién ha sido adjudicado al dieciséis de enero.
Celebrar en España el día de la croqueta tiene su aquel, ya que se trata de un pretendido manjar para el que caben variaciones en el nombre, desde el afrancesado croquette (con doble té), cuya pronunciación debe finalizarse con una especie de silbido apalancado con la punta de la lengua, como si fuésemos a lanzar un escupitajo (prueben y verán), a los más castizos cocreta, que me encanta por su falta de remilgos, o crocreta, que se hace más sonoro pero menos apetecible.
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Habrá gente que, ante la incapacidad para sumar ces y erres, las llame bolitas, bolas, bolonas o bolones, nombre compartido con las albóndigas, pronunciadas también almóndigas. De hecho, la nomenclatura croquetil parece ser cuasi infinita, con toda clase de variaciones según la región y hasta el municipio donde se cocinen y coman.
Algo parecido sucede con su principal integrante, la besamel, como decimos los finolis. Otros sueltan un “bechamel” con todos sus bemoles, incluso cocineros que salen en la tele entre aplausos. Y los hay que dicen besamela (no me lo he inventado; algunos diccionarios recogen la voz), que depende de dónde se acentúe…
Como he leído, el 16 de enero es el día internacional de la croqueta, en España día de la croqueta, de la cocreta o de la crocreta. En los bares vuelan los platillos con la tapa, el aperitivo o la banderilla –también en el acompañamiento a la bebida del mediodía hay una indudable riqueza lingüística-, que por un día, en vez del previsible mejillón marinado con salpicón (lo dicen “tigre” por mi barrio), las patatas bravas (desconozco sus sinónimos) o lo que sea con alioli (¡cómo nos gusta el ajo para empezar!), se cambia por doña croqueta con todo su misterio: el de reconocer qué ingrediente se nos revelará en boca, que es como llaman al 'a ver a qué sabe' los cursis restauradores de los concursos culinarios.
La croqueta ofrece todo tipo de evocaciones. En mi infancia las detestaba, pues desde pronto fui comilón y aquello que apenas se mastica –en una croqueta no hay materia para poner a trabajar a las muelas- me resultaba insuficiente. Eso sí, el olor de la masa mientras se enfriaba (una fuente ovalada cubierta con un trapo; a veces directamente sobre la mesa de alabastro) me despertaba el capricho de los jugos gástricos.
Más adelante descubrí que no hay dos croquetas iguales. Mejor dicho, que el éxito de la croqueta depende del arte en la elaboración de la besamel, algo que no está al alcance de cualquier mano, ni siquiera la de aquellas que se las dan de guisar con tino. Una croqueta merece ese nombre cuando en su masa no se reconoce la harina. La besamel debe ser suave y cremosa, más bien blanca, y deshacerse en el paladar como si fuera mantequilla. Si no, que se llame crocreta o bolón, y que se la coma Rita.
La croqueta es la protagonista de los cócteles de postín. Una veces porque los camareros las presentan como se merecen (en un recipiente de plata y sobre una servilleta que chupe el exceso de aceite), otras porque el ansia de los convidados provoca más de una quemadura en cuanto los dientes parten su fina capa crujiente, quemadura que se convierte en quemazón porque no hay más remedio –si no se quiere quedar como un guarro- que sobrellevarla como se pueda, los labios bien prietos, por más que el rostro se encienda y los ojos comiencen a llorar.
Hay croquetas con todo tipo de relleno. Los horteras las prefieren de marisco y que se noten bien los trozos de la gamba. Si pudieran, frente a sus amistades las harían de bogavante, aunque lo natural y recomendable es que lleven diminutos trozos de los sobrantes –carne, verdura, pescado y hasta queso- de la comida del día anterior. Una de mis tías se las comió de algodón un veintiocho de diciembre. Tiene siempre tanta hambre que, nos confesó, le supieron a gloria.
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