Dirán que hay
personas que ni al borde de la muerte están dispuestas a renunciar a la vileza
con la que han vivido. Y tendré que creerles, aunque me hiera. Qué desolación
acabar con la conciencia enlodada por el odio, podrida por el horror causado
sin ápice de arrepentimiento.
Me temo que así ha
muerto el tal Bolinaga, con la única satisfacción de haber paseado, durante más
de dos años, la chapela por las Herriko tabernas en las que le reían sus
gracias con olor a Goma2, sus balandronadas oscuras como la ratonera en la que abandonó
a Ortega Lara, miserias propias del peor miserable.
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Creo a pies
juntillas que la vida es un regalo. Nadie nos pidió permiso para salir de la
nada a este mundo repleto de contradicciones, de mal y de belleza. Es un regalo
abrir los ojos y disponer de otro día para llenarlo de cosas interesantes, para
tratar de mejorar, para reírnos en familia y disfrutar de los amigos, para
descolgar la mandíbula, con admiración, ante el milagro de las estaciones, de
los paisajes que cambian, de la luz, de cada ser vivo, de cada hombre de bien.
Supongo que
Bolinaga también vivió de esta manera, siquiera en sus años de infancia. Me
imagino que trazaría un dibujo para su madre, que le mecerían los brazos de una
abuela, incluso que elevaría al Cielo alguna oración sencilla antes de
convertirse en un alacrán.
Ha acabado muerto
en su propia picadura, mordido por sus colmillos cargados de veneno. Y el mundo
observa su cadáver como el que mira una equivocación.