15 mar 2015

Cada vez que me enfrento a un anuncio en el que Mediaset celebra los 25 años de la primera emisión de Telecinco, siento un retortijón. “La cadena amiga” ha hecho más daño a nuestro país que una epidemia de viruela. Su estética, sus personajes (los que están en nómina de las productoras que venden sus mermeladas a la cadena de Fuencarral), su estrambote y muchos de sus programas son un monumento a lo más ramplón, vacuo y demencial, elementos fundamentales para que una sociedad al completo enferme de idiocia. El nieto del español recio de la alpargata y la jornada de sol a sol con la cintura quebrada sobre los barbechos, es hoy un incondicional de Belén Esteban –pobrecita-, deshecho humano teñido de rubio al que el día que los de T5 terminen de chuparle su sangre negra, convertirán en exclusiva funeraria.
Si el nieto (o la nieta) es adicto a la telerrealidad de las arpías y los julandrones que se sacan los ojos en directo, el honrado abuelo cuyas manos hicieron germinar el olivo y el cereal, se pasa las tardes –enajenado- frente al televisor de la residencia, en el que atrona el verbo grueso de una celestina operada de arriba abajo, el hablar zafio de un bujarrón que hace guardia en el estudio.

Los veinticinco años de Telecinco son la droga del pueblo, la adormidera por la que se nos cuelan los EREs y otras castañas, el matadero en el que se destaza a los protagonistas del colorín, un desagüe por el que corre el detrito del peor de los entretenimientos. Quienes aún creemos en el ser humano, tendríamos que darnos nuestras más sinceras condolencias por estos 25 años de carbón. 
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