El cuerpo de Willy
Herteleer descansaba en una de las morgues de Roma, a la espera de que alguien
lo reclamara. Ningún funcionario confiaba en tal posibilidad: los mendigos no
suelen dejar pistas a sus familiares acerca de su destino final. En unos días,
probablemente, llegaría una indicación firmada en los juzgados para que lo
sacaran de la nevera, lo depositaran en una caja barata y lo enterraran en una
fosa común. Incluso cabía la posibilidad de que su destino fuese una de esas
piscinas de formol en las que flotan los cadáveres en las facultades de
medicina a la espera de una primeriza sesión de anatomía.
Willy Herteller tenía
todo el aspecto de un hombre sin pasado ni destino: una poblada barba roja (su
pasaporte decía que era holandés), unas ropas holgadas (las que encontraba en los
contenedores del centro de la ciudad, las que le entregaban en las puertas de
alguna parroquia) y la delgadez propia de quien siempre se alimenta en un
comedor de caridad. A falta de caballo, su sempiterno compañero era un viejo
carrito de la compra, en el que guardaba sus mantas para pasar la noche, la
bufanda, los guantes y el chubasquero para los días de lluvia.
Pasaba las noches en
un túnel junto a otros indigentes. Sus colegas en el mal vivir disfrutaban con
las historias de Willy, que con sus ojos azules, su gorro de lana y aquella
barba de pirata podía asegurarles haber surcado todos los océanos en busca de
aventuras.
También, y sobre todo,
les hablaba de Dios, su gran hallazgo en los años romanos. Se había enamorado
de Él en la parroquia donde cada mañana, a primerísima hora, acudía a misa. Aseguraba
a quien quisiera escucharle que su medicina ante aquella vida de penuria era la
comunión. Comulgaba todos los días. Después salía a la puerta del templo y se
sentaba en las escaleras para comenzar su jornada mendicante.
La parroquia de Santa
Ana es vecina de San Pedro. Quizá Willy, desde las escalinatas en las que
colocaba su gorro para atrapar alguna moneda, haya visto pasar el coche de san
Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Francisco. O no; un mendigo rara vez eleva
la mirada del suelo.
Ha sido un monseñor el
que lo ha echado de menos. ¿En dónde está Willy?... Y ha sido el mismo monseñor
el que ha seguido sus últimas pistas, como migas de pan duro, hasta la morgue,
en la que había un cadáver barbudo al que nadie reclamaba.
Willy Herteleer ha
sido honrado con un entierro propio de aristócratas de la curia. Informa la
prensa que abrió el cortejo el mismo monseñor, acompañado por los canónigos de
la Basílica de San Pedro. Con solemnidad, lo llevaron en andas hasta el
cementerio teutónico, intramuros del Vaticano, allí donde antaño recibían
cristiana sepultura los peregrinos que fallecían en Roma, allí donde desde hogaño
reposan los restos de caballeros y nobles de la Santa Sede.