13 mar 2015

El cuerpo de Willy Herteleer descansaba en una de las morgues de Roma, a la espera de que alguien lo reclamara. Ningún funcionario confiaba en tal posibilidad: los mendigos no suelen dejar pistas a sus familiares acerca de su destino final. En unos días, probablemente, llegaría una indicación firmada en los juzgados para que lo sacaran de la nevera, lo depositaran en una caja barata y lo enterraran en una fosa común. Incluso cabía la posibilidad de que su destino fuese una de esas piscinas de formol en las que flotan los cadáveres en las facultades de medicina a la espera de una primeriza sesión de anatomía.

Willy Herteller tenía todo el aspecto de un hombre sin pasado ni destino: una poblada barba roja (su pasaporte decía que era holandés), unas ropas holgadas (las que encontraba en los contenedores del centro de la ciudad, las que le entregaban en las puertas de alguna parroquia) y la delgadez propia de quien siempre se alimenta en un comedor de caridad. A falta de caballo, su sempiterno compañero era un viejo carrito de la compra, en el que guardaba sus mantas para pasar la noche, la bufanda, los guantes y el chubasquero para los días de lluvia.

Pasaba las noches en un túnel junto a otros indigentes. Sus colegas en el mal vivir disfrutaban con las historias de Willy, que con sus ojos azules, su gorro de lana y aquella barba de pirata podía asegurarles haber surcado todos los océanos en busca de aventuras.

También, y sobre todo, les hablaba de Dios, su gran hallazgo en los años romanos. Se había enamorado de Él en la parroquia donde cada mañana, a primerísima hora, acudía a misa. Aseguraba a quien quisiera escucharle que su medicina ante aquella vida de penuria era la comunión. Comulgaba todos los días. Después salía a la puerta del templo y se sentaba en las escaleras para comenzar su jornada mendicante.

La parroquia de Santa Ana es vecina de San Pedro. Quizá Willy, desde las escalinatas en las que colocaba su gorro para atrapar alguna moneda, haya visto pasar el coche de san Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Francisco. O no; un mendigo rara vez eleva la mirada del suelo.

Ha sido un monseñor el que lo ha echado de menos. ¿En dónde está Willy?... Y ha sido el mismo monseñor el que ha seguido sus últimas pistas, como migas de pan duro, hasta la morgue, en la que había un cadáver barbudo al que nadie reclamaba.


Willy Herteleer ha sido honrado con un entierro propio de aristócratas de la curia. Informa la prensa que abrió el cortejo el mismo monseñor, acompañado por los canónigos de la Basílica de San Pedro. Con solemnidad, lo llevaron en andas hasta el cementerio teutónico, intramuros del Vaticano, allí donde antaño recibían cristiana sepultura los peregrinos que fallecían en Roma, allí donde desde hogaño reposan los restos de caballeros y nobles de la Santa Sede.
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