Madrid, como todas
las grandes ciudades del mundo, tiene barrios y barrios… Si en unos brilla la
opulencia de las tiendas de firma, de las fachadas dibujadas por arquitectos
reconocidos, de los monumentos y los jardines como piezas ornamentales que
hacen más agradable el paseo, en otros la belleza es matizada. Lo más curioso –algo
parecido ha sucedido en Londres, Roma o París- es que es en esos segundos barrios,
antaño populares (destinados a gente de medio pelo, como decían los clasistas),
con viviendas sin ascensor, pisos pequeños, muchos de ellos con ventanas a un
patio por el que apenas se cuela la luz, con aceras en las que no caben dos
personas que se cruzan, en esos barrios, digo, se ha asentado la población más
cosmopolita de la urbe, jóvenes que han llegado de aquí y de allá, sin otro
compromiso que disfrutar de los placeres que ofrece una capital europea, el buen
tiempo y la animación nocturna.
Los garitos, restaurantes y cafeterías se multiplican
por sus callejuelas, plazas y costanillas. También las tiendas especializadas
en el soltero urbanita, libre de cargas y dispuesto a gastarse todo lo que
ingresa. Hay escaparates con ropa estrafalaria, tiendas de decoración
prohibitivas para el bolsillo de un padre de familia como el menda y otros
locales a los que prefiero no poner nombre, pues estos barrios también se han
convertido en un reclamo para aquellos que desean mantener relaciones pasajeras
de todo tipo y condición.
Cuando llega la
fiesta del Orgullo Gay, en las barriadas que acabo de describir los balcones se
festonean con banderas multicolores y los jóvenes parecen divertirse con los
más estrambóticos disfraces. En los garitos, restaurantes y cafeterías, las
tiendas especializadas, los escaparates y en esos locales de dudosa reputación
no cabe un alfiler. La gente baila por la calle, se bebe en todas las esquinas
y la música atronadora violenta el sueño de los ancianos que aún se resisten a
abandonar el que siempre ha sido su hogar.
En el precioso empeño
de no abandonar las periferias del ser humano, por las calles del barrio en el
que la vida aparenta tanta felicidad también hay una actividad silente: las
parroquias que se habían quedado casi sin público, las viejas iglesias y las humildes
capillas tienen desde hace un tiempo sus puertas abiertas (algunas durante las
veinticuatro horas) para quienes, entre el barullo, sientan la necesidad de
colmar su espíritu. Hay arcadas apenas perceptibles que también se han
convertido en escaparate, un escaparate distinto: una custodia para que, desde
la calle, sea más fácil la adoración a Jesús Sacramentado.
No hace mucho me acerqué
a una de esas viejas iglesias. Me encontré con un voluntario junto al nártex,
dispuesto a atender a cualquiera que se deje caer por allí, de noche y de día.
Junto a otras personas con las que hace turnos, ofrece información, enseña a
rezar, facilita el encuentro sacramental con un sacerdote o, simplemente,
escucha. Y acompaña. Y encomienda. Y sonríe.