Hace decenios que
Sir Paul McCartney cambió la camisa floreada y la melena y barba rebeldes, por
cierto aire de burgués de la City, con el pelo teñido color caoba. Vamos, que
su aspecto no hace afrenta a un té a las cinco (con sándwiches de pepinillo)
con Mrs. Marple y sus pololos verde pistacho, incluso si lleva la guitarra
acústica para rasgar unos acordes con el primer gintonic o si se sienta al teclado
del piano de pared, el que tiene un tapete de croché sobre el que se asienta un
horrible gato listado, para hacer un dueto de “Get Back” con la vieja
detective, cantora en los oficios del reverendo Pitt.
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Al último líder del
bicéfalo grupo entre los grupos de música pop, no me lo imagino fumando
marihuana. Al menos, en estos tiempos en los que sus nietos deben ser muchachos
talluditos, por ende mucho más aficionados a la hierba que su abuelo cantante.
Sir Paul esgrime, como razón para dejar de lado los porros, que ante el juicio
de esos nietos desea ser un hombre ejemplar. Un ejemplo que, de fumar durante
los años que suma en cada pata, sobre sus espaldas acarrea varias toneladas de
grifa.
Los Beatles me
gustan lo justo -me descubro ante su grandeza- porque de tanto escuchar sus
canciones me suenan a hilo musical. De la carrera de McCartney en solitario
apenas tengo nada que decir, ya que no soy capaz de tararear más de dos o tres
estribillos, sin acertar con un solo verso. De la locuacidad del griterío teenager pasaron a las redes de Maharishi Mahesh, yogui de moda para los
insatisfechos hijos de la generación europea que padeció la Segunda Guerra
Mundial. Durante su estancia en India, los cuatro escarabajos de
Liverpool acabaron con las existencias de psicotrópicos de Asia occidental,
convirtiendo el consumo de drogas “blandas” en el tobogán por el que se despeñó
media juventud.
Sir Paul McCartney ya no volverá a probar el cannabis. ¡Que le quiten lo bailao!