En un lugar sin
nombre de los Andes, allí donde el idioma pierde su cualidad de unión, un niño
quichua que apenas levantaba unos palmos del suelo, tímido y con los pómulos
cortados por el viento de las cumbres, se sorprendió al conocer mi identidad
española, que no vinculó con nuestro glorioso pasado sino con aquella Barcelona
en la que se habían celebrado los Juegos Olímpicos. Me sucedió lo mismo en la
amazonia y en las Filipinas, también con gente humilde que hacía de la capital
catalana metonimia de nuestro país, edén de una universalidad que se festejaba
con medallas en tres nobles metales.
Hace tiempo que el
lugar del informe Cobi lo ocupa el equipo de fútbol de la Ciudad Condal, cielo
en la tierra para millones de hombres que identifican sus colores -azul y grana-
con la gloria. Messi, para ellos ya no
es Messi sino un superhéroe de la Marvel que, con solo rozarlo, transforma el
balón en una bola de fuego.
Históricas jugadas
–vistas por televisión o imaginadas- se narran una y otra vez en los
campamentos de refugiados, como si el fútbol catalán fuera bálsamo para los
corazones asustados que necesitan olvidar el odio que les persigue. En el
vaivén de las barcazas, niños, jóvenes y mayores discuten sobre si Neymar es mejor
que el astro argentino, convencidos de que el deporte rey convierte a España
–sostenida por el Barsa y por el Real Madrid- en un Valhalla.
<<¡Qué
distintas hubiesen sido las cosas, de haber podido disfrutar de un campeonato
de Liga de semejante categoría!>>, suspira un sirio ante el reflejo de la
luna sobre el Mediterráneo. <<¡Ay, si en vez de un sátrapa nos hubiese
gobernado un “balón de oro”!>>, piensa un libio que ha magnificado las
capacidades de su delantero centro preferido.
Me daría vergüenza
tener que quitarles la última venda de ensoñación con la que cubren sus ojos, para
explicarles que los políticos catalanes –sátrapas en el abuso de los
sentimientos ciudadanos- han logrado que el mítico equipo sea una causa más de
división en la pseudoideología del independentismo. Me llenaría de rubor
descubrirles que Cataluña es hoy metonimia del desprecio a causa del origen, el
lugar de nacimiento y la lengua empleada por sus ciudadanos. Me avergonzaría tener
que informarles, a ellos que son víctimas del orgullo envilecido de quienes se
creen superiores.