Aventuraban que la
prensa sería el areópago del hombre urbano, forma administrativa de llamar a
cualquier persona nacida después de 1960. Pero la prensa, para ser un auténtico
tribunal, estaría obligada a profundizar en las noticias, algo que nuestro tempo no le concede porque lo queremos
todo para ahora mismo, sin importarnos que los papeles –ahora la pantalla del
móvil- traigan la verdad, la verdad a medias o una inmensa mentira.
Los noticieros
hablan estos días de la leche. ¿Sabemos cuánto cuesta producir un litro de
leche? <<Ni nos importa>>, pensará cualquier lector que no tenga
cerca una vaquería con sus ración de moscas, espejismo en el paisaje de cemento
donde las vacas se venden en tetrabrick. Este modo de observar la naturaleza y
sus productos (cada cual en su cajita correspondiente, uperisado, pasteurizadao,
esterilizado, hervido, cristalizado…) ayuda a ignorarlo todo acerca de la teta
y la frisona, que es la raza vacuna con la que nos pintan el café de la mañana.
La leche tiene sus
cuotas, al igual que el cereal, los productos de huerta, del textil y la fruta.
Europa todo lo sopesa, todo lo mide a cambio de la subvención. Porque la
libertad -¡ay, tontunos!- nos la entregan parcelada, con un crotal clavado en
la oreja y un formulario, pues sin el correspondiente formulario no hay
libertad, como sin cuota no hay leche.
Mis vecinos tienen
una explotación agraria. Marido y mujer, veinticuatro horas pendientes del
ganado, trescientos sesenta y cinco días encadenados al pesebre, al ir y venir
de la hierba y el pienso, al mover piscinas de boñiga, invirtiendo lo poco que
les deja el negocio en mejoras exigidas por Europa. Europa, siempre Europa, un
mercado único para un mundo mucho más grande, en el que no todos los niños
pueden pintarse un bigote de nata. De hecho, la uperisación y demás
tratamientos han acabado con la nata, pecado para el hombre urbano. También le
han dado la puntilla a la leche, y a la paciencia de los ganaderos, y a la
mirada bonancible de esos animalotes aburridos, pintados de blanco y negro que,
a al ritmo de la burocracia, terminarán sus días en el interior de una Big Mac.