15 sept 2015

Francisco de Asís no tiene camisetas ni posters que reproduzcan su fotografía porque en su siglo la realidad se retrataba sobre tablillas y estucos, en las que el parecido no era todavía obsesión de los artistas. Fue un hombre sufridor y rebelde, que renunció a los caudales familiares para vivir en soledad, silencio, mortificación, hambre y mendicidad, por amor al Reino en aquella península de la bota en la que, a cada paso, se alzaba la frontera de un principado. Lo suyo no fue hipismo, mucho menos anarquía, sino compromiso y descubrimiento de un nuevo camino para llevar la misericordia de Dios a los pobres hombres –yo mismo, que necesito su compañía más que una estampita en el interior de mi cartera o que un rosario balanceándose en el retrovisor de mi automóvil-. Ha sido el de Asís inspirador de los hombres mansos a lo largo de la Historia, espejo para otras órdenes religiosas –mendicantes o no- y el mejor contemplador de la Naturaleza, en la que hasta el más pequeño de los insectos era para él un canto del amor de Dios.

Jorge Bergoglio no ha escogido como nombre y patrón de su papado a Ignacio de Loyola o Francisco de Borja –no hubiese estado de más, al tratarse del primer jesuita que se calza las sandalias del pescador-, mucho menos el de los hombres de la Compañía que confundieron el aggiornamento con cierta laxitud en su cuarto voto, ni el de aquellos que trufaron el Mandamiento del Amor con un limitado decálogo político. Es Francisco de Asís el que tiene las palmas amables de sus manos sobre la testa del argentino, pues le inspira hasta el punto de protagonizar la que es su primera encíclica, si tenemos en cuenta que la anterior consistió en un rematar un último texto pensado y escrito por Benedicto XVI.

Darle a Francisco de Asís y su interpretación de la Naturaleza el protagonismo del más significativo documento pontificio, no deja de ser una provocación en nuestra era del plástico y el coltán, mineral de los que a hierro matamos con tal de disfrutar de un teléfono celular o una tableta digital.

Sabe el Papa que el mundo se ha convertido en una gran urbe de asfalto y polución, que nuestros niños apenas saben qué es un caballo o una vaca, pues conocen a los animales a través de las series de dibujos animados o a las marcas de sus alimentos infantiles. La fauna posee, también para nosotros, el intelecto y la voluntad que ha dictaminado Walt Disney, hasta el punto de que no pocas veces la colocamos muy por delante de los hombres, de tal manera que damos mayor valor a la gestación de un elefante o un gorila –ambas especies, debilidad de quien escribe- que a la de un niño –debilidad aún mayor de quien firma esta columna-.


“Laudatio si” coloca los puntos sobre las íes: los seres humanos somos los administradores de este jardín del Edén herido por el pecado, y no sus propietarios. De tal modo, cuidar de los seres vivos, del paisaje, respetar los ciclos de la vida, limitar la utilización de los recursos que nos ofrece la Naturaleza son obligaciones del pacto que Dios hace con cada uno de nosotros, por lo que revisar nuestra conciencia en este frente no es cuestión baladí, como no lo es preguntarnos hasta qué punto entendemos que hemos sido nombrados guardianes de tantísima belleza.
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