Francisco de Asís
no tiene camisetas ni posters que reproduzcan su fotografía porque en su siglo
la realidad se retrataba sobre tablillas y estucos, en las que el parecido no
era todavía obsesión de los artistas. Fue un hombre sufridor y rebelde, que
renunció a los caudales familiares para vivir en soledad, silencio,
mortificación, hambre y mendicidad, por amor al Reino en aquella península de
la bota en la que, a cada paso, se alzaba la frontera de un principado. Lo suyo
no fue hipismo, mucho menos anarquía, sino compromiso y descubrimiento de un
nuevo camino para llevar la misericordia de Dios a los pobres hombres –yo
mismo, que necesito su compañía más que una estampita en el interior de mi
cartera o que un rosario balanceándose en el retrovisor de mi automóvil-. Ha
sido el de Asís inspirador de los hombres mansos a lo largo de la Historia,
espejo para otras órdenes religiosas –mendicantes o no- y el mejor contemplador
de la Naturaleza, en la que hasta el más pequeño de los insectos era para él un
canto del amor de Dios.
Jorge Bergoglio no
ha escogido como nombre y patrón de su papado a Ignacio de Loyola o Francisco
de Borja –no hubiese estado de más, al tratarse del primer jesuita que se calza
las sandalias del pescador-, mucho menos el de los hombres de la Compañía que confundieron
el aggiornamento con cierta laxitud en
su cuarto voto, ni el de aquellos que trufaron el Mandamiento del Amor con un
limitado decálogo político. Es Francisco de Asís el que tiene las palmas
amables de sus manos sobre la testa del argentino, pues le inspira hasta el
punto de protagonizar la que es su primera encíclica, si tenemos en cuenta que
la anterior consistió en un rematar un último texto pensado y escrito por
Benedicto XVI.
Darle a Francisco
de Asís y su interpretación de la Naturaleza el protagonismo del más
significativo documento pontificio, no deja de ser una provocación en nuestra
era del plástico y el coltán, mineral de los que a hierro matamos con tal de
disfrutar de un teléfono celular o una tableta digital.
Sabe el Papa que el
mundo se ha convertido en una gran urbe de asfalto y polución, que nuestros
niños apenas saben qué es un caballo o una vaca, pues conocen a los animales a
través de las series de dibujos animados o a las marcas de sus alimentos
infantiles. La fauna posee, también para nosotros, el intelecto y la voluntad
que ha dictaminado Walt Disney, hasta el punto de que no pocas veces la
colocamos muy por delante de los hombres, de tal manera que damos mayor valor a
la gestación de un elefante o un gorila –ambas especies, debilidad de quien
escribe- que a la de un niño –debilidad aún mayor de quien firma esta columna-.
“Laudatio si”
coloca los puntos sobre las íes: los seres humanos somos los administradores de
este jardín del Edén herido por el pecado, y no sus propietarios. De tal modo,
cuidar de los seres vivos, del paisaje, respetar los ciclos de la vida, limitar
la utilización de los recursos que nos ofrece la Naturaleza son obligaciones
del pacto que Dios hace con cada uno de nosotros, por lo que revisar nuestra
conciencia en este frente no es cuestión baladí, como no lo es preguntarnos
hasta qué punto entendemos que hemos sido nombrados guardianes de tantísima
belleza.