El origen de todos
los males que nos hacen caer por el sumidero, se encuentra en la entronación de
los sentimientos. En estas calendas no es que las cosas sean o no sean, que la
realidad exista o no exista, que el bien sea el bien y el mal sea el mal, sino
que nos produzcan o no gustirrinín.
Fernando Trueba, el director de cine, acaba de ponérmelo a huevo: dice que no
se “siente” español, como si el lugar de nacimiento, el pasaporte… fuesen elementos
tan subjetivos como que la nacionalidad se elige con las tripas. (¿Se sentirá
bielorruso?). Desde luego, el muchacho ha realizado bastantes películas
sirviéndose de las subvenciones del ministerio de Cultura español, dinero que
ha salido en su totalidad del bolsillo de los españoles y que le sirvió para
ganar un Óscar a la película de habla no inglesa, presentada por la Academia
española ya que se trataba de una producción cien por cien española, incluida
la nacionalidad de quien soltaba el <<Tres, dos, uno… ¡grabando!>>,
en un correcto español. Sobre los Goyas que crían polvo en su casa no merece la
pena decir nada, pues cae por el peso del bronce en el que están fundidos.
El capricho del
sentimiento es la muerte de la razón y, por ende, el final del sentido común
(con las terribles consecuencias que esto suele deparar). El país se fractura
porque en el noroeste hay un porrón de españoles que dicen no sentirse. No hace
mucho, ese mismo sentimiento se llevó por delante a casi mil víctimas de un
terrorismo muy sentimental (del amor al odio, ya lo saben, sólo hay un paso). Y
el sentimiento hace también que las promesas electorales más comprometidas
pasen al cajón del olvido, y que el mismo partido que no hace mucho votó en
contra de la Ley que equiparaba las familias con las uniones sentimentales
entre personas de un mismo sexo, empuje a su presidente a bendecir el enlace de
dos barbudos de sus filas que sienten una pasión mutua.
El sentimiento ha
justificado el holocausto, así como toda clase de limpiezas étnicas. La razón,
no. La razón sigue diciéndonos que lo que está mal nunca podrá estar bien, por
más que nos empeñemos en sentir.