Fidel vive en el
arrabal más extenso de África, un tumor agarrado a la arcilla y al verdor de
Nairobi, donde el horizonte se pierde en tejados de calamina, humo de basura,
ladridos de chuchos parias y algún que otro disparo.
Fidel, a sus once
años, es prófugo, pues huyó de su hogar (a doscientos kilómetros de Kibera, el
barrio del que escribo), en donde se cenaba las palizas de su padre, un hombre
que siempre estaba borracho. Aquella huida a la <<ciudad del dinero>>
(sic) le salvó de morir a golpes, pero en el inmenso suburbio despertó a la
artimaña con la que los niños miserables engañan al hambre: inhalar los vapores
de una bolsa de plástico rellena de cola. Dice Fidel que después de siete
aspiraciones, cruzaba las carreteras sin tener la precaución de mirar a ambos
lados, pues automóviles, “matatus”, autobuses y camiones se volvían invisibles a
sus ojos envenenados con la droga de los pobres.
Fidel ha tenido la
fortuna de encontrar el cuidado de una familia con la que ha podido abandonar
la adicción al pegamento. Gracias a ellos, disfruta de una comida caliente al
día. Si supiera que en Occidente las drogas son un juguete para los niños
ricos… Eso sí, aquí no queremos saber nada de la cola industrial que deshace
los pulmones, baratija para los pequeños que nunca han tenido zapatos, esos
hurones que rebuscan en los albañales los desperdicios de los hogares
pudientes.
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Para quien cobra
más de mil euros al mes, para el que pretende llegar al cielo en las noches de
discoteca urbana, para el que cuelga de la cartera abultada de su papá, para el
que necesita un estímulo con el que vencer la timidez, fabricamos productos más
sofisticados que apenas –dicen- dejan residuos cuando llega la hora de ponerse
la careta de ciudadano ejemplar, ese que se escandaliza cuando alguien fuma en
un lugar público al tiempo que se pone las botas de polvos y pastillas,
juguetes divertidísimos con los que se consigue bailar con preciosas zombies sin esperar a que regrese la
noche de Halloween.