El señor Walter
Hartright llegó a la casa de Limmeridge contratado por el extravagante señor
Fairlie, para que entretuviera a sus dos ociosas sobrinas, Laura y Marian, con
el dificilísimo arte de la acuarela. Aquel era el tipo de pasatiempo al que
podía entregarse una mujer ociosa en la Inglaterra victoriana: aprender a
pintar cuando se carecía de talento, pulso, técnica y gusto, lo que equivalía a
pasarse la vida recibiendo lecciones, dispuesta a que fuese el profesor quien
diera los toques maestros al borrón de agua tintada que pretendía representar
un atardecer.
Para que “La mujer
de blanco” pasara a convertirse en uno de los referentes del folletín del XIX,
el profesor de acuarela no tarda en enamorarse de la señorita Laura, a su vez
prometida con el interesado sir Percival, un solterón otrora rentista
convertido en un “sacapelas” te tomo y lomo. Para que Hartright no arruine lo
que promete acabar en un beneficioso matrimonio, el señor Fairle amaña
contactos para que pase a formar parte de una expedición naturista que está a
punto de partir de Bristol con destino a la lejana Honduras. Al que quiera
conocer el resto de la historia, le aconsejo buscar la fabulosa novela de Wilkie
Collins.
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En todo caso, envidio
a Walter Hartright y a todos los ilustradores que formaron parte de los equipos
expedicionarios que, a falta de cámara fotográfica en color, necesitaron un
testigo ducho en el manejo del lápiz y los colores. No les interesaba tanto la
precisión como la destreza para representar el primer impacto ante un paisaje,
una ruina, un fenómeno natural, un animal desconocido o un exótico aborigen.
La epopeya de los
descubridores se hubiese quedado en nada –una pobre guía turística que
enseguida envejece- si por aquel entonces hubiese existido la cámara réflex o,
peor aún, los odiosos móviles y tabletas con función fotográfica. Click por aquí, selfie por allá, hubiésemos encogido los hombros con indiferencia
al contemplar por vez primera las Fuentes del Nilo, el lago Victoria, la
fisonomía de los indios misquitos o el cormorán fragata que dejó a Darwin con
la boca abierta apenas puso un pie en las volcánicas islas Galápago.
Los documentales de
Félix Rodríguez de la Fuente eran un éxito cuando Salvat publicó sus cuadernos
de campo, una joya trufada de dibujos y apuntes rápidos, de esbozos y detalles
sobre una humilde libreta. Pasado el tiempo, los prefiero a sus justamente
valorados programas de divulgación.
¡Que vivan los
dibujantes!