30 nov 2015

Se identifica Andalucía con tierra del calor, un calor que desmaya a los pajaritos en agosto, un calor de infierno en el que las serpientes se tuestan en los pedregales. Andalucía se dibuja con el compás que dibuja un sol que nos pega la lengua al cielo del paladar; Andalucía se grita con las voces del insensato extranjero que se ha tumbado para ir tomando “colorcito”, cuya espalda es el muro de un castillo por el que vertieron un pucherete de aceite hirviendo.

Andalucía será calor, pero yo no he pasado más frío que en un piso de Sevilla vencido por el invierno. Me desperté entumecido, los huesos quejosos de la labor de las sábanas empapadas con la humedad del río, sábanas frías y pesadas, cuajadas de diminutas agujas de agua. Al salir de la cama como quien amanece en una trinchera de barro, me aguardaba un suelo de terrazo, muy bien echado, eso sí, que tenía el encanto de una llanura de piedra, elegante en sus brillos, pero fría… Tan fría que parecía conectada a una nevera, apretadas sus partículas minerales para emitir un aliento gélido a la planta de mis pies, un calambrazo glacial que venía a juntarse a las patadas de las partículas del Guadalquivir -¡menudo malaje!-, un mordisco que lanzó por mi espinazo los dedos de un muerto, que lograron ahuecar los pelos de mi coronilla.

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Por Europa venden los calores tórridos de Andalucía, la sombra deliciosa de sus palmerales –sin picudo, por supuesto-, las agradables islas oscuras que proyecta el sol desde la copa redondeada de los naranjos… Nada dicen del mundo chiquito alrededor del brasero, de los pies asaetados de sabañones, dolorosos y doloridos bajo las faldas de la mesa camilla. Del cafecito en vaso y cucharrilla, humeante y necesario, que devuelve la vida a la boca, a la laringe, al esófago y al estómago, que se distiende, gozoso, con el beso de esa calidez cortada con un poquito de leche. De la mano que se queda adormecida con la baza de naipes entre los dedos, de los sorbidos de moquita, del ibuprofeno, de lo vapores de eucalipto…
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