Se identifica
Andalucía con tierra del calor, un calor que desmaya a los pajaritos en agosto,
un calor de infierno en el que las serpientes se tuestan en los pedregales.
Andalucía se dibuja con el compás que dibuja un sol que nos pega la lengua al
cielo del paladar; Andalucía se grita con las voces del insensato extranjero
que se ha tumbado para ir tomando “colorcito”, cuya espalda es el muro de un
castillo por el que vertieron un pucherete de aceite hirviendo.
Andalucía será
calor, pero yo no he pasado más frío que en un piso de Sevilla vencido por el
invierno. Me desperté entumecido, los huesos quejosos de la labor de las
sábanas empapadas con la humedad del río, sábanas frías y pesadas, cuajadas de
diminutas agujas de agua. Al salir de la cama como quien amanece en una
trinchera de barro, me aguardaba un suelo de terrazo, muy bien echado, eso sí,
que tenía el encanto de una llanura de piedra, elegante en sus brillos, pero
fría… Tan fría que parecía conectada a una nevera, apretadas sus partículas
minerales para emitir un aliento gélido a la planta de mis pies, un calambrazo
glacial que venía a juntarse a las patadas de las partículas del Guadalquivir -¡menudo
malaje!-, un mordisco que lanzó por mi espinazo los dedos de un muerto, que
lograron ahuecar los pelos de mi coronilla.
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Por Europa venden
los calores tórridos de Andalucía, la sombra deliciosa de sus palmerales –sin
picudo, por supuesto-, las agradables islas oscuras que proyecta el sol desde
la copa redondeada de los naranjos… Nada dicen del mundo chiquito alrededor del
brasero, de los pies asaetados de sabañones, dolorosos y doloridos bajo las
faldas de la mesa camilla. Del cafecito en vaso y cucharrilla, humeante y
necesario, que devuelve la vida a la boca, a la laringe, al esófago y al
estómago, que se distiende, gozoso, con el beso de esa calidez cortada con un
poquito de leche. De la mano que se queda adormecida con la baza de naipes
entre los dedos, de los sorbidos de moquita, del ibuprofeno, de lo vapores de
eucalipto…