16 ene 2016

Nada ha sido tan caricaturizado en la literatura como el frufrú de las sotanas. Me refiero a esas escenas de la novela naturalista en la que los curas ocupaban un lugar en el salón de los burgueses -<<Tómese una taza de chocolate, padre Amando>>-, se acomodaban en el más cómodo de los sillones después de arremangarse los vuelos de sus ropajes talares -<<¿Qué tal van sus problemas de riñón, padre Amando>>-, se llenaban tripa y carrillos con las más deliciosas golosinas -<<¿Otro bizcocho, padre Amando>>-, para después regalarse con algún orujo casero mientras sus anfitriones desataban la lengua en un detallado análisis de toda la vecindad, juicio al que el necio padre Amando trataba de quitar hierro, por más que le entretuvieran las calumnias y difamaciones, prólogo a una animada conversación sobre los dimes y diretes de parroquias, canonjías, catedrales y palacios episcopales.

El frufrú de las sotanas corresponde a un sacerdocio viciado, tan repelente como las discusiones clericales a cuenta de los negociados eclesiásticos o como la creencia dibujada sobre un mapa de predicciones catastrofistas, en la que el que la Fe es advertencia, la Esperanza es miedo y la Caridad venganza divina. Se trata de un partidismo –derecha o izquierda, qué más da- que entiende el cristianismo como una lucha por el poder.

Supongo que estos bandos existen desde el principio, pues no hay otra razón para las herejías y las apostasías. Sin embargo, desde el final del Concilio Vaticano II los cacareos de salón han tomado una virulencia llamativa contra el Papa, del que han hecho monigote de todos sus golpes.

Pablo VI recibió patadas desde todos los frentes. La España de Franco le tildó de “comunista” porque el sufrido Montini solicitó que se perdonara la vida a los últimos condenados a muerte por los tribunales del régimen. La progresía francesa lo denunció por “involucionista”, después de leer los titulares que simplificaban la profética “Humane Viate”. Otros no le perdonaron los abusos litúrgicos de muchos sacerdotes, como si de él fuese la culpa de aquella desobediencia que terminó en desbandada de alzacuellos. También le culparon de la sacrílega interpretación marxista del Evangelio.
¿No le sucedió lo mismo a Juan Pablo II? Sus primeros meses de pontificado fueron recibidos por los medios de comunicación como una ola de aire limpio en una Iglesia vieja, italiana y corrupta. Pero enseguida comenzó la monserga de algunos católicos que le echaron en cara su afán misionero (le afeaban el coste de los viajes apostólicos), la fuerza exagerada de sus palabras (porque hacían temblar los cimientos del Telón de Acero), su “intransigencia” ante la decadencia moral de Occidente, su vehemencia contra el aborto y la sexualidad disociada del amor… ¿No se acuerdan de aquel soniquete: <<un Papa revolucionario en lo social, pero conservador en lo dogmático>>?

A Benedicto XVI ni siquiera le dieron cien días de gracia. Le llamaron de todo, hasta filonazi, echándole en cara desde su lúcido análisis de las relaciones entre cristianismo e Islam, en la universidad de Ratisbona, a la ausencia de la mula y el buey junto al pesebre. Para unos, fue cabeza de una Iglesia medieval. Para otros, el gozoso reverdecimiento de la Iglesia posconciliar, severa, fría y distante.

Lo mismo ocurre con Francisco, sobre el que ha caído el frufrú de sotanas, los conciliábulos, las acusaciones de herético, comunista, moralmente disipado, poco devoto, maniqueo y hasta Anticristo, tan dados son los grupúsculos de salón –ahora se reúnen en las redes sociales y en publicaciones digitales- a los apocalipsis. Reinterpretan sus gestos y palabras según una plantilla de intereses, haciendo realidad aquel dicho que les hace “más papistas que el Papa”, como si la autoridad que Pedro recibió de Jesucristo tuviera que estar matizada, en realidad, por aquellos que reciben al padre Amando para atiborrarle de chocolate, bizcochos y chupitos de anís.





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