Nada ha sido tan
caricaturizado en la literatura como el frufrú de las sotanas. Me refiero a
esas escenas de la novela naturalista en la que los curas ocupaban un lugar en
el salón de los burgueses -<<Tómese una taza de chocolate, padre
Amando>>-, se acomodaban en el más cómodo de los sillones después de
arremangarse los vuelos de sus ropajes talares -<<¿Qué tal van sus
problemas de riñón, padre Amando>>-, se llenaban tripa y carrillos con las
más deliciosas golosinas -<<¿Otro bizcocho, padre Amando>>-, para
después regalarse con algún orujo casero mientras sus anfitriones desataban la
lengua en un detallado análisis de toda la vecindad, juicio al que el necio
padre Amando trataba de quitar hierro, por más que le entretuvieran las
calumnias y difamaciones, prólogo a una animada conversación sobre los dimes y
diretes de parroquias, canonjías, catedrales y palacios episcopales.
El frufrú de las
sotanas corresponde a un sacerdocio viciado, tan repelente como las discusiones
clericales a cuenta de los negociados eclesiásticos o como la creencia dibujada
sobre un mapa de predicciones catastrofistas, en la que el que la Fe es
advertencia, la Esperanza es miedo y la Caridad venganza divina. Se trata de un
partidismo –derecha o izquierda, qué más da- que entiende el cristianismo como
una lucha por el poder.
Supongo que estos
bandos existen desde el principio, pues no hay otra razón para las herejías y
las apostasías. Sin embargo, desde el final del Concilio Vaticano II los
cacareos de salón han tomado una virulencia llamativa contra el Papa, del que
han hecho monigote de todos sus golpes.
Pablo VI recibió
patadas desde todos los frentes. La España de Franco le tildó de “comunista”
porque el sufrido Montini solicitó que se perdonara la vida a los últimos
condenados a muerte por los tribunales del régimen. La progresía francesa lo
denunció por “involucionista”, después de leer los titulares que simplificaban la
profética “Humane Viate”. Otros no le perdonaron los abusos litúrgicos de
muchos sacerdotes, como si de él fuese la culpa de aquella desobediencia que
terminó en desbandada de alzacuellos. También le culparon de la sacrílega
interpretación marxista del Evangelio.
¿No le sucedió lo
mismo a Juan Pablo II? Sus primeros meses de pontificado fueron recibidos por
los medios de comunicación como una ola de aire limpio en una Iglesia vieja,
italiana y corrupta. Pero enseguida comenzó la monserga de algunos católicos
que le echaron en cara su afán misionero (le afeaban el coste de los viajes
apostólicos), la fuerza exagerada de sus palabras (porque hacían temblar los
cimientos del Telón de Acero), su “intransigencia” ante la decadencia moral de
Occidente, su vehemencia contra el aborto y la sexualidad disociada del amor…
¿No se acuerdan de aquel soniquete: <<un Papa revolucionario en lo
social, pero conservador en lo dogmático>>?
A Benedicto XVI ni
siquiera le dieron cien días de gracia. Le llamaron de todo, hasta filonazi,
echándole en cara desde su lúcido análisis de las relaciones entre cristianismo
e Islam, en la universidad de Ratisbona, a la ausencia de la mula y el buey
junto al pesebre. Para unos, fue cabeza de una Iglesia medieval. Para otros, el
gozoso reverdecimiento de la Iglesia posconciliar, severa, fría y distante.
Lo mismo ocurre con
Francisco, sobre el que ha caído el frufrú de sotanas, los conciliábulos, las
acusaciones de herético, comunista, moralmente disipado, poco devoto, maniqueo
y hasta Anticristo, tan dados son los grupúsculos de salón –ahora se reúnen en
las redes sociales y en publicaciones digitales- a los apocalipsis.
Reinterpretan sus gestos y palabras según una plantilla de intereses, haciendo
realidad aquel dicho que les hace “más papistas que el Papa”, como si la
autoridad que Pedro recibió de Jesucristo tuviera que estar matizada, en
realidad, por aquellos que reciben al padre Amando para atiborrarle de chocolate,
bizcochos y chupitos de anís.