El piloto de una
avioneta que sobrevolaba un rincón del desierto del Kalahari sintió sed. Precavido,
llevaba en la cabina una cocacola. Se la bebió en dos tragos, eructó y lanzó el
botellín por la ventanilla, sin medir las consecuencias de aquel gesto cargado
de normalidad: la frasca de cristal golpeó la dura mollera de un cazador
bosquimano, un hombre tan primitivo como sabio, que creyó que los dioses se
habían vuelto locos. Porque, ¿a qué clase de deidades puede ocurrírseles
ensuciar el paraíso con un cristal fajado por una cinta roja y blanca?
Sin pretenderlo,
los cineastas hicieron, de aquella secuencia, una metáfora del primer pecado
que, con tanta poesía, narra el Génesis. El hombre, que hasta entonces
enseñoreaba una tierra sin fracturas, comenzó a dejar huella de sus detritos.
Si de las evacuaciones del resto de los animales se beneficia la Naturaleza
para alimentar la vida, del detrito humano -ligado a nuestra inteligencia,
capaz de transformar tejidos y minerales en materias elaboradas para nuestro
bienestar- queda una marca que no hay quien borre.
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La arqueología
estudia algunos de esos deshechos –los más nobles: piedras, piezas de metal,
hueso y arcilla, que nos hablan de viejas civilizaciones-. La industria de la
basura, que no tiene tanta alcurnia, se las ve y se las desea con lo que en un
futuro será la arqueología de este siglo: plásticos, aceites, aleaciones
venenosas, vidrios, cementos, alquitranes y basura nuclear.
Nuestro planeta es
una escombrera, un vertedero esférico y achatado por los polos, en el que ya no
quedan alfombras bajo las que esconder la suciedad. Desde el cabo de la Buena
Esperanza a Laponia, aquí y allá descubrimos miles de motivos para
avergonzarnos de nuestra capacidad para destruir la casa común. Y lo escribo
sin rubor, lejos de cantos emotivos a lo Roberto Carlos de los años setenta,
pues el Kalahari también es un albañal por culpa de las criaturas de Dios,
incapaces de beberse un refresco y devolver el casco.