Desde que en la
adolescencia pasé algunos veranos en Kenia, he ido alimentando mi limitadísima
biblioteca con novelas, memorias, biografías, diarios de viaje, crónicas y
relatos pictóricos y fotográficos de aquellos aventureros que se enfrentaron a
las limitaciones de la Europa antigua para partir —asumiendo altísimas
posibilidades de no regresar— en busca de las regiones oscuras de los mapas,
aquellas que ni siquiera eran un esbozo porque nadie había reunido arrestos,
fortuna ni suerte para acaudillar una expedición que se adentrara más allá de la
línea con la que estaban dibujadas las fronteras de la prudencia.
Dados los orígenes
de esta afición, disculpo mi debilidad por el rastro de los hombres que capitanearon
las caravanas que, desde las costas swahilis, se abrieron paso por el
misterioso valle del Rift, ganándose la confianza de los guerreros masai,
determinantes por su fiereza en la sumisión de las tribus del interior. Daría
la mitad de mi reino por una máquina del tiempo que me llevara –aunque sólo
fuese durante unas horas- hasta los pastos vírgenes en los que la Naturaleza
campaba a sus anchas, a las selvas tupidas en las que Kabarega se pavoneaba en el
terror de su reinado caníbal, hasta alcanzar —en una ensoñación febril— las
fuentes del Nilo, difuminadas por el vapor y la fábula.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía
Los españoles somos
dados a desdeñar lo nuestro. O, lo que es peor, a ignorarlo. De no ser así, la
sombra enclenque de los tipejos que tenemos encumbrados estaría aplastada bajo
la de nuestros descubridores. Los rotuladores de la Marvel no tienen tinta
suficiente para trazar el perfil de aquellos compatriotas que se echaron a la
mar hacia el más imprevisible de los destinos. Y sin embargo nos flagelamos
porque en la conquista hubo abusos, como si no existieran –y aún peores- en la
sección de nacional que cada día nos sirven los periódicos. Por eso nos
avergüenza la épica y convertimos tamañas hazañas en dos o tres párrafos en un
mal libro de Historia para secundaria.
Miguel de la
Quadra-Salcedo, que era el dibujo de cualquiera de aquellos nobles que
respiraron el aire volcánico de la primitiva América, portaba el bigote de los
británicos que acamparon bajo la luna africana y no escondía el nervio de quien
nació demasiado tarde, cuando sólo en algunas parcelas del Amazonas desconocían
qué es un televisor.
0 comentarios:
Publicar un comentario