25 may 2016

Desde que en la adolescencia pasé algunos veranos en Kenia, he ido alimentando mi limitadísima biblioteca con novelas, memorias, biografías, diarios de viaje, crónicas y relatos pictóricos y fotográficos de aquellos aventureros que se enfrentaron a las limitaciones de la Europa antigua para partir —asumiendo altísimas posibilidades de no regresar— en busca de las regiones oscuras de los mapas, aquellas que ni siquiera eran un esbozo porque nadie había reunido arrestos, fortuna ni suerte para acaudillar una expedición que se adentrara más allá de la línea con la que estaban dibujadas las fronteras de la prudencia. 

Dados los orígenes de esta afición, disculpo mi debilidad por el rastro de los hombres que capitanearon las caravanas que, desde las costas swahilis, se abrieron paso por el misterioso valle del Rift, ganándose la confianza de los guerreros masai, determinantes por su fiereza en la sumisión de las tribus del interior. Daría la mitad de mi reino por una máquina del tiempo que me llevara –aunque sólo fuese durante unas horas- hasta los pastos vírgenes en los que la Naturaleza campaba a sus anchas, a las selvas tupidas en las que Kabarega se pavoneaba en el terror de su reinado caníbal, hasta alcanzar —en una ensoñación febril— las fuentes del Nilo, difuminadas por el vapor y la fábula.

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Los españoles somos dados a desdeñar lo nuestro. O, lo que es peor, a ignorarlo. De no ser así, la sombra enclenque de los tipejos que tenemos encumbrados estaría aplastada bajo la de nuestros descubridores. Los rotuladores de la Marvel no tienen tinta suficiente para trazar el perfil de aquellos compatriotas que se echaron a la mar hacia el más imprevisible de los destinos. Y sin embargo nos flagelamos porque en la conquista hubo abusos, como si no existieran –y aún peores- en la sección de nacional que cada día nos sirven los periódicos. Por eso nos avergüenza la épica y convertimos tamañas hazañas en dos o tres párrafos en un mal libro de Historia para secundaria.

Miguel de la Quadra-Salcedo, que era el dibujo de cualquiera de aquellos nobles que respiraron el aire volcánico de la primitiva América, portaba el bigote de los británicos que acamparon bajo la luna africana y no escondía el nervio de quien nació demasiado tarde, cuando sólo en algunas parcelas del Amazonas desconocían qué es un televisor.




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