Los opiáceos del
pueblo han cambiado, tal vez porque el cuerpo social se hace resistente a las
drogas y la religión (Marx escribía sobre el cristianismo y, tal vez, el
judaísmo) parece no anestesiar a quienes la viven y manifiestan con
naturalidad, tal vez sí a quienes hacen de ella una bandera de caracteres cuasi
políticos, aunque en este caso no es tanto el amor y el temor de Dios lo que
les mueve sino la necesidad de participar en no se sabe qué combate.
Hoy el opio se
sirve a raciones llenas en los noticieros de la radio y la televisión, en las
portadas de los diarios que se publican en papel e internet. No son las
noticias en sí las que nos sumen en una modorra tácticamente necesaria para el
gobierno de las voluntades, sino la intención con la que se escogen la
prioridad de los titulares. En España el sino de las cosas parece llevar una
pauta: corrupción política, corrupción económica y corrupción moral (con
marcada intermitencia saltan a la palestra abusos sexuales a menores de edad,
malos tratos pasionales que llevan, tantas veces, al asesinato, etc.), para
después dejar paso a las devastadoras noticias del exterior: guerras que no
acaban –con intereses supranacionales que se difuminan con la muerte de civiles
y soldados-, la marcha tristísima de los refugiados hacia la esquina oriental
de Europa, atentados terroristas en el ignoto mapa musulmán y algún que otro
fenómeno de la Naturaleza que hace más desgraciada la desgracia de los pobres (incalculable
el valor de las palabras del cardenal Sarah cuando se refiere a la pobreza como
la libre elección de Dios en la tierra, según la experiencia vital de
Jesucristo, lo que la convierte en una experiencia predilecta del Cielo).
Es inútil negar la
realidad, esconder la cabeza como el avestruz ante los acontecimientos que
construyen la vida pública. En general las noticias no son buenas, al menos las
escogidas por los medios de comunicación: el mundo gime como una parturienta,
aunque esto es el sino de la Historia, que se escribe a sangre y fuego. Sin
embargo la vida que nos rodea, a pesar de las calamidades (¿quién no sufre una
enfermedad propia o cercana? ¿quién no atisba las orejas de la muerte? ¿quién
no padece por motivos familiares, laborales, económicos? ¿quién no arrastra
heridas y complejos?...), es bastante más luminosa de lo que narra la prensa,
porque el mundo lo componemos –por regla general- personas buenas, con defectos
y numerosísimas limitaciones, pero buenas, comprendiendo en la bondad este
propósito por ser certeros en nuestros actos, por llevar paz y alegría a los
nuestros, por ampliar el círculo de nuestras amistades (la extensión de nuestra
capacidad de llevar el bien a los demás), por mejorar nuestra calidad de vida,
que es mejorar nuestro entorno.
Los opiáceos nunca
son recomendables, ya que distorsionan la realidad de quien los consume,
empujándole a una relación de dependencia en la que cada vez se necesitan más
dosis y dosis más nutridas, además de lastrar la salud al enfermar la voluntad
y la capacidad de discernimiento. Por eso deberíamos poner en jaque al opio del
pesimismo, esa abrumadora sensación de que no podemos hacer nada para endulzar
este mundo amargo, la sospecha de que el mal se ha apoderado de los hombres y
las instituciones, el convencimiento de que sólo nos resta apretar los dientes
ante el tumulto que provoca tanta injusticia y dolor.
Hay medidas para
recuperar la esperanza. Una de ellas –la más radical- es cerrar los ojos ante
la pantalla del televisor, taparnos los oídos ante los altavoces de la radio,
cerrar los párpados frente a los diarios. Pero no parece sensata, salvo que
queramos hacer de nuestros días una isla en mitad del tráfago. Me parece más
razonable recurrir a la misericordia divina, que es lo mismo que arrancar a
rezar por las víctimas de la malicia y por los responsables de tantos crímenes,
también por aquellos que reciben los embates de la Naturaleza. Y, sobre todo,
nada como volver los ojos a los dones recibidos, que son los únicos que podemos
hacer producir: talentos, familia, amigos, trabajo, aficiones… con un espíritu
de agradecimiento y celebración, como si cada jornada fuese la última, un
regalo que no se puede aceptar con un gesto de hiel.
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