Firma El Pana una
de esas historias malditas que solo pueden arrastrar los hombres que nacieron
con un destino subrayado por la pluma de Víctor Hugo. Porta el matador de toros
la corona de la corte de los milagros de aquel otro París, una ciudad de
tullidos, saltimbanquis, lectoras de la buenaventura y niños deformes que de
día ofrecían al vulgo el espectáculo de sus monstruosidades, para regresar,
caído el sol, a su húmedo palacio de basura y ratas.
Rodolfo Rodríguez
nació en Apizaco, corazón de Tlaxcala, ciudad ignota para la mayoría de los
españoles, que del mapa de nuestro glorioso imperio apenas conservamos memoria,
desdeñosos de todo aquello que nos hizo grandes. A su padre lo mataron de un
balazo, lo que le obligó a trabajar como vendedor ambulante de dulces para
trenzar en las calles una infancia amarga que, sin embargo, nunca narró con
amargura.
Después amasó pan
en una tahona, en donde escuchó aquello de que «más cornadas da el
hambre». En las madrugadas de la harina soñó con el toreo, sin haber
visto nunca un burel, los guiños del traje de luces ni el singularísimo compás
con el que los matadores mexicanos le bailaban a la muerte.
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Sus vestidos de
torear estaban zurcidos allí donde los astados le fueron abriendo las piernas;
los bordados y las lentejuelas apagadas, sin brillo. Triunfó allí, allá, tantas
veces con el sabor de los buchitos de sangre mezclados con el polvo que
levantan las pezuñas de las reses, un golpe seco y un nuevo desgarrón, va
herido, un paño de cloroformo, limpia, cose, mándalo a su casa.
Con el fracaso,
Pana, el olvido. Y con el olvido, las borracheras. De tan borracho perdía el
sentido en los terraplenes del arrabal. Las prostitutas se lo llevaban a
rastras para regalarle un jergón en el que dormir la mona. Se despertaba otra
vez de noche, envuelto en el perfume acre del tequila, para suplicarles el
regalo de otra botella.
Pintado en canas,
El Pana conquistó el embudo de la México la misma tarde que regresaba para
cortarse la coleta. Y claro, no se retiró. Por fin el éxito, el reconocimiento,
la leyenda que viajaba de boca en boca, es El Pana, resucitado, el último
torero romántico. Dios te ayude, panadero, a cargar tu cruz.
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