12 jun 2016

Qué cansinos son los tópicos… Sin que nadie se detenga a analizarlos, saltan de boca en boca al tiempo que acampan en el pensamiento, como si fuesen producto de una reflexión individual asentada gracias a la perspicacia y la experiencia de quien los manifiesta sin temor a quedar en ridículo. Ahora, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra… Quisiera conocer al guapo que no construya parte de su discurso con un tópico detrás de otro.

Pocos tan insistentes, en estas calendas, como el de la maldad de las nuevas tecnologías.  Y, al mismo tiempo, pocos tan reales. Ya ven, empiezo por predicar contra de los tópicos para caer, a la primera de cambio, en sus redes. Pero es que, en asuntos de tecnologías, todos –también usted, querido lector- hemos sido artífices y víctimas de la maldad que viene aparejada a internet, hilo conductor de corriente al que se atan lo que los yanquis han dado por llamar “gadgets”. De por sí solos una computadora, un teléfono inalámbrico o una tableta electrónica no dejan de ser sorprendentes invenciones que terminan –en muy poco tiempo- por aburrir hasta al más entusiasta. Ahora, otro gallo se pone a cantar cuando el aparatito de marras abre sus tripas a la conexión por cable, wifi o datos móviles: entonces se transmuta en un apéndice que cada día está más y mejor cosido a nuestra falta de voluntad, que nos exige una atención que termina por ser desproporcionada, que interrumpe con tiránica continuidad nuestros pensamientos, nuestro trabajo, nuestras relaciones sociales y nuestra vida familiar. Y que, en el peor de los casos, nos empuja por el tobogán de la curiosidad malsana, puerta abierta al campo sin límites de la indignidad digital en todas sus variantes.

Escribo con un marcado acento paterno, ya que en mi hogar también están presentes las hondas de la conexión a la red de redes. Ahora, como responsable de la familia que tengo el orgullo y la alegría de haber formado, reconozco que no son mis hijos las únicas víctimas potenciales del tópico. Ni siquiera las primeras. Por honradez hago examen al uso que doy a los elementos electrónicos que están a mi alcance, un examen en el que –ay, triste de mí- no alcanzo el aprobado, entendiendo éste como la barrera entre la dependencia y el uso saludable. Es decir, soy yo el primero que se excede en la voluntaria esclavitud a la que me someten las pantallas, porque nada hay más sencillo y descansado que darle a los botones que nos sacan de la realidad (en mi caso, una maravillosa realidad de relaciones humanas), frente al esfuerzo de corresponder a un saludo y una sonrisa, a la construcción de una charla después de la fatigosa jornada, a la invención de un juego manual con el que entretener a los pequeños o de un paseo distraído con los mayores.

También es un riesgo de que nuestros hijos menores porten en el bolsillo un teléfono, quién lo niega, pero ese es otro cantar al que sólo puede dársele voz cuando impera la fuerza del ejemplo. ¿Con qué argumentos podemos exigir a los más jóvenes un comportamiento que nosotros no estamos dispuestos a respetar? Por tanto, dejemos de recurrir al miedo cargado de tópicos (otra vez) acerca de los agujeros negros a los que empujan las pantallas luminosas, salvo que antes no hayamos enmudecido el odioso wasap que viola la paz de un almuerzo con toda clase de reclamos sonoros y vibraciones impertinentes.

Los tópicos merecen una respuesta inteligente, ajena a las demonizaciones morales a las que somos tan aficionados. En el caso que ahora nos mueve, la actitud no debería ser otra que el esfuerzo personal al que siempre va emparejada la libertad. Si a nadie le permitiríamos colarse por la ventana de nuestra casa ni tocar al timbre constantemente y a deshora, ¿por qué no aplicamos la misma lógica al asalto de los avisos, las llamadas, los mensajes y demás zarandajas? Y llegada la hora (la que cada cual estime oportuna, aunque bien pudiera ser el momento en el que abrimos la puerta para entrar en casa) apagar, apagar y apagar, sin dudar de que el mundo no se acaba porque retrasemos la consulta a lo que es pasajero e inane.


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