Qué cansinos son
los tópicos… Sin que nadie se detenga a analizarlos, saltan de boca en boca al
tiempo que acampan en el pensamiento, como si fuesen producto de una reflexión
individual asentada gracias a la perspicacia y la experiencia de quien los manifiesta
sin temor a quedar en ridículo. Ahora, quien esté libre de pecado que tire la
primera piedra… Quisiera conocer al guapo que no construya parte de su discurso
con un tópico detrás de otro.
Pocos tan
insistentes, en estas calendas, como el de la maldad de las nuevas
tecnologías. Y, al mismo tiempo, pocos
tan reales. Ya ven, empiezo por predicar contra de los tópicos para caer, a la primera
de cambio, en sus redes. Pero es que, en asuntos de tecnologías, todos –también
usted, querido lector- hemos sido artífices y víctimas de la maldad que viene
aparejada a internet, hilo conductor de corriente al que se atan lo que los
yanquis han dado por llamar “gadgets”. De por sí solos una computadora, un
teléfono inalámbrico o una tableta electrónica no dejan de ser sorprendentes
invenciones que terminan –en muy poco tiempo- por aburrir hasta al más
entusiasta. Ahora, otro gallo se pone a cantar cuando el aparatito de marras
abre sus tripas a la conexión por cable, wifi o datos móviles: entonces se
transmuta en un apéndice que cada día está más y mejor cosido a nuestra falta
de voluntad, que nos exige una atención que termina por ser desproporcionada,
que interrumpe con tiránica continuidad nuestros pensamientos, nuestro trabajo,
nuestras relaciones sociales y nuestra vida familiar. Y que, en el peor de los
casos, nos empuja por el tobogán de la curiosidad malsana, puerta abierta al
campo sin límites de la indignidad digital en todas sus variantes.
Escribo con un
marcado acento paterno, ya que en mi hogar también están presentes las hondas
de la conexión a la red de redes. Ahora, como responsable de la familia que
tengo el orgullo y la alegría de haber formado, reconozco que no son mis hijos
las únicas víctimas potenciales del tópico. Ni siquiera las primeras. Por
honradez hago examen al uso que doy a los elementos electrónicos que están a mi
alcance, un examen en el que –ay, triste de mí- no alcanzo el aprobado,
entendiendo éste como la barrera entre la dependencia y el uso saludable. Es
decir, soy yo el primero que se excede en la voluntaria esclavitud a la que me
someten las pantallas, porque nada hay más sencillo y descansado que darle a
los botones que nos sacan de la realidad (en mi caso, una maravillosa realidad
de relaciones humanas), frente al esfuerzo de corresponder a un saludo y una
sonrisa, a la construcción de una charla después de la fatigosa jornada, a la
invención de un juego manual con el que entretener a los pequeños o de un paseo
distraído con los mayores.
También es un riesgo
de que nuestros hijos menores porten en el bolsillo un teléfono, quién lo
niega, pero ese es otro cantar al que sólo puede dársele voz cuando impera la
fuerza del ejemplo. ¿Con qué argumentos podemos exigir a los más jóvenes un
comportamiento que nosotros no estamos dispuestos a respetar? Por tanto,
dejemos de recurrir al miedo cargado de tópicos (otra vez) acerca de los
agujeros negros a los que empujan las pantallas luminosas, salvo que antes no hayamos
enmudecido el odioso wasap que viola la paz de un almuerzo con toda clase de
reclamos sonoros y vibraciones impertinentes.
Los tópicos merecen
una respuesta inteligente, ajena a las demonizaciones morales a las que somos
tan aficionados. En el caso que ahora nos mueve, la actitud no debería ser otra
que el esfuerzo personal al que siempre va emparejada la libertad. Si a nadie
le permitiríamos colarse por la ventana de nuestra casa ni tocar al timbre constantemente
y a deshora, ¿por qué no aplicamos la misma lógica al asalto de los avisos, las
llamadas, los mensajes y demás zarandajas? Y llegada la hora (la que cada cual
estime oportuna, aunque bien pudiera ser el momento en el que abrimos la puerta
para entrar en casa) apagar, apagar y apagar, sin dudar de que el mundo no se
acaba porque retrasemos la consulta a lo que es pasajero e inane.
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