Paso unos días en
las playas del Sur, en la región que llaman “El rincón de Cádiz”, un triángulo
invisible que va del mar a los Pueblos Blancos, de la media luna de los toros
al regreso de los barcos con sus capturas de sargo y urta, pesqueros abanderados
por las gaviotas. Como no estamos en agosto todavía no han llegado las huestes
de veraneantes y la arena, la orilla y el vaivén de las olas pertenecen a los
locales, sobre todo de lunes a viernes. Son los gaditanos de piso pequeño los
que se llegan al Atlántico para aliviarse del calor, una mezcolanza de vecinos
de Jerez, habitantes portuenses de viejas casas de protección oficial, familias
de los barrios ventosos de Rota y sobrevivientes del sol que abrasa los muros
de cal de Puerto Real quienes se ponen el traje de baño para conquistar un
recuadro invisible en la lengua de costa.
Dice Mafalda -después
de observar el microcosmos de la playa con suspicacia infantil- que en bañador
desaparecen las clases sociales. En paños menores, por muy coloreados que estos
sean, no hay apenas diferencias entre los mortales que se entregan al solaz del
verano, salvo que la compostura se empeñe en dejar claro ,a ojos de quien se
sienta a observar sobre la toalla, quién es un zafio o una zafia, que sobre la
arena también abundan.
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En todo caso la
playa se me antoja un remanso después de este curso anormalmente electoral.
Unas bermudas o un biquini morado no tienen significado político. ¡Qué
descanso! Una coleta mojada, tampoco. De tal modo que uno puede desvestirse y
volverse a vestir sin hacerle un favor a ningunas siglas, sin dar a entender
esas segundas intenciones de las que parece empaparse cada gesto realizado en
la ciudad.
La playa es el
escaparate de un país que está por encima de cualquier plan de pacto, que nada
quiere saber de banderías, de enfrentamientos, de enemigos por caprichoso
designio de quienes pergeñan las estrategias que han sustituido a las ideas.
Pregúntenle a una señora en biquini o a un tipo que hace un castillo de arena
junto a sus hijos en qué legislatura nos encontramos, y verán como su respuesta
viene a decir que lo que sucede más allá de la sombrilla les importa una higa.
Los intereses en verano cobran otra dimensión: cuánto pide el voceador por un
cucurucho de camarones, si está fresquita la sandía o si esas manchas verdes de
la orilla son efectos de la marea o malditas bolsas de algas.
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