25 jul 2016

Paso unos días en las playas del Sur, en la región que llaman “El rincón de Cádiz”, un triángulo invisible que va del mar a los Pueblos Blancos, de la media luna de los toros al regreso de los barcos con sus capturas de sargo y urta, pesqueros abanderados por las gaviotas. Como no estamos en agosto todavía no han llegado las huestes de veraneantes y la arena, la orilla y el vaivén de las olas pertenecen a los locales, sobre todo de lunes a viernes. Son los gaditanos de piso pequeño los que se llegan al Atlántico para aliviarse del calor, una mezcolanza de vecinos de Jerez, habitantes portuenses de viejas casas de protección oficial, familias de los barrios ventosos de Rota y sobrevivientes del sol que abrasa los muros de cal de Puerto Real quienes se ponen el traje de baño para conquistar un recuadro invisible en la lengua de costa.

Dice Mafalda -después de observar el microcosmos de la playa con suspicacia infantil- que en bañador desaparecen las clases sociales. En paños menores, por muy coloreados que estos sean, no hay apenas diferencias entre los mortales que se entregan al solaz del verano, salvo que la compostura se empeñe en dejar claro ,a ojos de quien se sienta a observar sobre la toalla, quién es un zafio o una zafia, que sobre la arena también abundan.

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En todo caso la playa se me antoja un remanso después de este curso anormalmente electoral. Unas bermudas o un biquini morado no tienen significado político. ¡Qué descanso! Una coleta mojada, tampoco. De tal modo que uno puede desvestirse y volverse a vestir sin hacerle un favor a ningunas siglas, sin dar a entender esas segundas intenciones de las que parece empaparse cada gesto realizado en la ciudad.

La playa es el escaparate de un país que está por encima de cualquier plan de pacto, que nada quiere saber de banderías, de enfrentamientos, de enemigos por caprichoso designio de quienes pergeñan las estrategias que han sustituido a las ideas. Pregúntenle a una señora en biquini o a un tipo que hace un castillo de arena junto a sus hijos en qué legislatura nos encontramos, y verán como su respuesta viene a decir que lo que sucede más allá de la sombrilla les importa una higa. Los intereses en verano cobran otra dimensión: cuánto pide el voceador por un cucurucho de camarones, si está fresquita la sandía o si esas manchas verdes de la orilla son efectos de la marea o malditas bolsas de algas.


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