Como mis hijos ya
han pasado el Rubicón de las primeras andanzas picassianas, y han sustituido su
terne sencillez por un sentido que poco a poco avanza hacia el raciocinio
adolescente, ando con el espíritu despierto frente a los niños de los demás,
esa chiquillada que cubre la horquilla de las horas de agosto, desde que
despunta el alba hasta que el sol hace tiempo que lleva dormido.
Y desde mi atalaya
llego a distintas conclusiones. La primera –no podía ser otra- es que los niños
son lo mejor de la vida, también de la vida despaciosa del verano, lo que no
resta verdad a la afirmación de que hay niños con fuerza volcánica suficiente
para arrasar el descanso de todos aquellos que les rodean, en un área que a
veces se extiende metros y más metros. Por eso la tercera conclusión se la debo
a mi mujer, que es mejor observadora: hay padres que consiguen hacer de sus
hijos máquinas trituradoras de paz. La ricura de carnes febles disfraza a toda
una banda de inocentes energúmenos, fieles retratos de unos progenitores
incapaces de considerar la felicidad del hijo como consecuencia de una buena
educación, en la que el “sí” y el “no” son adverbios innegociables. Por el
contrario, han cedido a quien no tiene criterio, otorgándole la capacidad de
gobernar a su antojo el bienestar familiar. El niño no es la única víctima de
esta guerra absurda; las hay colaterales: desde aquellos que pretenden
disfrutar de una cena, al vecino de playa, que sufren al comprobar cómo la conversación
o el rumor de las olas desaparecen bajo los gritos intempestivos de un monstruo
con pantalón corto.
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