1 ago 2016

 Los niños pululan durante el verano detrás de un helado, chapotean en las pozas que excavan las mareas, brincan a pies juntos al vaivén de un saltamontes, arrancan humildes flores silvestres para trenzar ramos, juegan a manotear moscas, ruedan por las perezosas horas de la siesta, enfrentan a sus muñecos en indoloras batallas o representan el instintivo papel de la maternidad frente a una sociedad que se empeña en cambiar la realidad de los sexos. Los niños durante el verano pululan también entre las mesas de las terrazas, los bares y los restaurantes cuando la campana del reloj ha tañido la tercera y hasta la cuarta hora del sueño infantil. Porque en el estío se quebrantan las reglas por las que camina la infancia, que se adapta a las necesidades de unos padres que arrastran el peso de todo un curso de trabajo.

Como mis hijos ya han pasado el Rubicón de las primeras andanzas picassianas, y han sustituido su terne sencillez por un sentido que poco a poco avanza hacia el raciocinio adolescente, ando con el espíritu despierto frente a los niños de los demás, esa chiquillada que cubre la horquilla de las horas de agosto, desde que despunta el alba hasta que el sol hace tiempo que lleva dormido.

Y desde mi atalaya llego a distintas conclusiones. La primera –no podía ser otra- es que los niños son lo mejor de la vida, también de la vida despaciosa del verano, lo que no resta verdad a la afirmación de que hay niños con fuerza volcánica suficiente para arrasar el descanso de todos aquellos que les rodean, en un área que a veces se extiende metros y más metros. Por eso la tercera conclusión se la debo a mi mujer, que es mejor observadora: hay padres que consiguen hacer de sus hijos máquinas trituradoras de paz. La ricura de carnes febles disfraza a toda una banda de inocentes energúmenos, fieles retratos de unos progenitores incapaces de considerar la felicidad del hijo como consecuencia de una buena educación, en la que el “sí” y el “no” son adverbios innegociables. Por el contrario, han cedido a quien no tiene criterio, otorgándole la capacidad de gobernar a su antojo el bienestar familiar. El niño no es la única víctima de esta guerra absurda; las hay colaterales: desde aquellos que pretenden disfrutar de una cena, al vecino de playa, que sufren al comprobar cómo la conversación o el rumor de las olas desaparecen bajo los gritos intempestivos de un monstruo con pantalón corto.


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