20 oct 2016

Por insistencia de mis hijos, acabamos de colocar una caja de cartón en la cocina. Con una tijera mal afilada conseguí hacerle una ranura en la cubierta superior, para darle uso a modo de hucha, que es lo que ellos pretendían. La razón es que enfrente, sujeto a la nevera con unos imanes, un papel a cuatro colores mal calibrados -así funciona nuestra impresora- recoge la imagen de Austin Peter, un chico de la edad de mis varones (año más, año menos) que hace solo unos meses sobrevivía a las puertas de un mercado de Nairobi vendiendo cucuruchos de periódico rellenos de cacahuetes. Por razones que no vienen al caso y que no dejan de parecerse a las que llevan escritas en su memoria todos los “niños de la calle”, Austin Peter abandonó su hogar… mejor, abandonó lo poco que quedaba de su hogar, que no eran sólo las paredes medio podridas de una chabola en el peor de los barrios de Machakos, capital de una de las provincias de Kenia, sino las relaciones rotas con los que llevan su sangre. En ese desgarro Austin Peter también se parece a todos los “niños de la calle” que viven en la circunferencia del planeta. Los motivos podrían contarlos todos ellos, pues coinciden en las experiencias de palizas continuadas, alcohol, abusos y hasta la visión de crímenes bajo el mismo techo, a edades en las que los ojos deberían disfrutar con cosas bellas, en las que el cuerpo tendría que recibir caricias limpias, arrumacos y mimos, en las que los oídos tendrían que regalarse con canciones de piratas y muñecas.

Austin Peter cambió su suerte porque se encontró con mi hermano, que a la sazón está impartiendo unos cursos de Filosofía en una universidad de Nairobi. Él no es misionero, tampoco es religioso ni cura, mucho menos activista de ONG sino un tipo como yo, como la mayoría de las personas, supongo, que leen este artículo, a quien las rocambolescas carambolas de la vida le han llevado durante un tiempo a un país africano con el propósito de hablar de Aristóteles y Santo Tomás (no sigo, no vaya a equivocarme en la lista de autores que aparecen en sus clases). Lo que ocurre es que mi hermano, que lleva en Kenia más de un año, no ha podido ni ha querido cerrar los ojos ante el hormigueo de aquella gran ciudad en la que (como en todas las urbes africanas) los estudiantes universitarios se mezclan con el personal de las embajadas, que van y vienen en sus coches de marca por las avenidas superpobladas de gente con pocos recursos, que comparten el cielo contaminado con los pobres, que allí se cuentan por millones.

Primero un niño le pidió comida. Y con la comida vinieron ropas y zapatos nuevos. Fue la exigencia de mi hermano de conocer a su familia o a lo que quedara de ella, lo que se convirtió en la excusa para entrar a esas barriadas de basura que no tienen límites, en las que encontró unos colegios sin luz ni agua, cuyos patios de juegos eran estercoleros. La ristra no tiene fin: nuevos niños, más familias, otras escuelas, un hogar de acogida para los “niños de la calle”, una adolescente enferma de sida, una matrícula en la Universidad, una cantidad de dinero para levantar un pequeñísimo negocio familiar, más niños, escolaridades, otras familias, una viuda, seis viudas, una madre abandonada… hasta que, en una visita casual al mercado se topó con Austin Peter, quien le abordó con los cacahuetes, frutos secos que mi hermano usó como excusa para que el chico le narrara los despropósitos de su vida, tan dura, y para que le ofreciera la oportunidad de vestirse en condiciones, comer caliente y, sobre todo, regresar al colegio. Javier tiene comprobado que en Kenia, como en cualquier otro país de África, Europa, América y Oceanía, la educación es el único visado que garantiza el final de la miseria.

Mis hijos se han hecho cargo de las necesidades de Austin Peter, que son bien sencillas: pagar la matrícula de su colegio (allí la escuela pública cuesta un dinero que no cabe en los bolsillos rotos de los pobres), el uniforme (obligatorio) y el material escolar. No es cuestión de apadrinarle, porque eso le crearía una incómoda sensación de dependencia, sino de que a su edad no tenga que preocuparse por aquello que a ellos tampoco les inquieta ya que lo dan por hecho. 

Así ha surgido la caja, que está en la cocina, donde disfrutamos de las mejores tertulias familiares y donde cada cual se da el gusto de una suculenta merienda. Además, que la hucha de cartón esté a la vista les facilita la generosidad, pues no tienen que hacer nada estrambótico para soltar sus ahorros. Y que sea de cartón, con tapa, hace posible que cada cual la abra cuando quiera y cuente las monedas, muchas monedas doradas y otras tantas de cobre -el tesoro con el que podrían comprarse un puñado de chucherías- y de cuando en cuando un billete, pues los mayores han decidido compartir las propinas y aguinaldos que reciben de nuestros familiares.

Austin Peter, a miles de kilómetros, tiene desplegado sobe el pupitre un cuaderno en el que hace sumas y restas, sin saber de la existencia de la caja ni de mis hijos, merendando, quizás, unos cacahuetes que ya no tienen sabor a necesidad.
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