Por insistencia de
mis hijos, acabamos de colocar una caja de cartón en la cocina. Con una tijera
mal afilada conseguí hacerle una ranura en la cubierta superior, para darle uso
a modo de hucha, que es lo que ellos pretendían. La razón es que enfrente,
sujeto a la nevera con unos imanes, un papel a cuatro colores mal calibrados
-así funciona nuestra impresora- recoge la imagen de Austin Peter, un chico de
la edad de mis varones (año más, año menos) que hace solo unos meses sobrevivía
a las puertas de un mercado de Nairobi vendiendo cucuruchos de periódico
rellenos de cacahuetes. Por razones que no vienen al caso y que no dejan de
parecerse a las que llevan escritas en su memoria todos los “niños de la calle”,
Austin Peter abandonó su hogar… mejor, abandonó lo poco que quedaba de su
hogar, que no eran sólo las paredes medio podridas de una chabola en el peor de
los barrios de Machakos, capital de una de las provincias de Kenia, sino las
relaciones rotas con los que llevan su sangre. En ese desgarro Austin Peter
también se parece a todos los “niños de la calle” que viven en la
circunferencia del planeta. Los motivos podrían contarlos todos ellos, pues
coinciden en las experiencias de palizas continuadas, alcohol, abusos y hasta
la visión de crímenes bajo el mismo techo, a edades en las que los ojos
deberían disfrutar con cosas bellas, en las que el cuerpo tendría que recibir
caricias limpias, arrumacos y mimos, en las que los oídos tendrían que regalarse
con canciones de piratas y muñecas.
Austin Peter cambió
su suerte porque se encontró con mi hermano, que a la sazón está impartiendo
unos cursos de Filosofía en una universidad de Nairobi. Él no es misionero,
tampoco es religioso ni cura, mucho menos activista de ONG sino un tipo como
yo, como la mayoría de las personas, supongo, que leen este artículo, a quien
las rocambolescas carambolas de la vida le han llevado durante un tiempo a un
país africano con el propósito de hablar de Aristóteles y Santo Tomás (no sigo,
no vaya a equivocarme en la lista de autores que aparecen en sus clases). Lo
que ocurre es que mi hermano, que lleva en Kenia más de un año, no ha podido ni
ha querido cerrar los ojos ante el hormigueo de aquella gran ciudad en la que
(como en todas las urbes africanas) los estudiantes universitarios se mezclan
con el personal de las embajadas, que van y vienen en sus coches de marca por
las avenidas superpobladas de gente con pocos recursos, que comparten el cielo
contaminado con los pobres, que allí se cuentan por millones.
Primero un niño le
pidió comida. Y con la comida vinieron ropas y zapatos nuevos. Fue la exigencia
de mi hermano de conocer a su familia o a lo que quedara de ella, lo que se
convirtió en la excusa para entrar a esas barriadas de basura que no tienen
límites, en las que encontró unos colegios sin luz ni agua, cuyos patios de
juegos eran estercoleros. La ristra no tiene fin: nuevos niños, más familias,
otras escuelas, un hogar de acogida para los “niños de la calle”, una
adolescente enferma de sida, una matrícula en la Universidad, una cantidad de
dinero para levantar un pequeñísimo negocio familiar, más niños, escolaridades,
otras familias, una viuda, seis viudas, una madre abandonada… hasta que, en una
visita casual al mercado se topó con Austin Peter, quien le abordó con los
cacahuetes, frutos secos que mi hermano usó como excusa para que el chico le
narrara los despropósitos de su vida, tan dura, y para que le ofreciera la
oportunidad de vestirse en condiciones, comer caliente y, sobre todo, regresar
al colegio. Javier tiene comprobado que en Kenia, como en cualquier otro país
de África, Europa, América y Oceanía, la educación es el único visado que
garantiza el final de la miseria.
Mis hijos se han
hecho cargo de las necesidades de Austin Peter, que son bien sencillas: pagar
la matrícula de su colegio (allí la escuela pública cuesta un dinero que no cabe
en los bolsillos rotos de los pobres), el uniforme (obligatorio) y el material
escolar. No es cuestión de apadrinarle, porque eso le crearía una incómoda
sensación de dependencia, sino de que a su edad no tenga que preocuparse por
aquello que a ellos tampoco les inquieta ya que lo dan por hecho.
Así ha surgido la
caja, que está en la cocina, donde disfrutamos de las mejores tertulias
familiares y donde cada cual se da el gusto de una suculenta merienda. Además,
que la hucha de cartón esté a la vista les facilita la generosidad, pues no
tienen que hacer nada estrambótico para soltar sus ahorros. Y que sea de cartón,
con tapa, hace posible que cada cual la abra cuando quiera y cuente las
monedas, muchas monedas doradas y otras tantas de cobre -el tesoro con el que
podrían comprarse un puñado de chucherías- y de cuando en cuando un billete,
pues los mayores han decidido compartir las propinas y aguinaldos que reciben
de nuestros familiares.
Austin Peter, a miles de kilómetros, tiene desplegado sobe
el pupitre un cuaderno en el que hace sumas y restas, sin saber de la
existencia de la caja ni de mis hijos, merendando, quizás, unos cacahuetes que
ya no tienen sabor a necesidad.
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