Un
<<Olé>> me salió de dentro al escuchar el brindis de Cayetano
Rivera en la plaza de toros de Zaragoza. Vestido de fresa y azabache, con la
mirada rabiosa de quien se siente injustamente apaleado, entregó su montera a
la televisión, que es una manera de dejarla sobre la repisa del televisor de
todos los hogares. Con la mandíbula tensa y el corazón prieto, habló al
micrófono dirigiéndose a todo el país, adormecido ante el baile hipnótico de
las víboras que desean la muerte de un niño enfermo porque en sus sueños
infantiles desea ser torero, porque los toreros y los ganaderos han tenido el
gesto de regalarle una tarde cuya recaudación viaja a los laboratorios donde se
investiga la lucha contra el cáncer infantil. Son las mismas víboras que se
escondieron tras las pantallas para revolcarse en la muerte de Victor Barrio,
un torerillo humilde del que creían que no tendría palmeros para defenderle. Y
en su viuda, pues la serpiente busca siempre los talones que parecen débiles
para inocular su veneno. Creían que una mujer sumida en el desgarro no tendría
agallas para revolverse, pero se revolvió, indeseables, ¡vaya si se revolvió!
Como se ha revuelto Cayetano, como lo ha hecho el padre de Adrián, al que la enfermedad
del pequeño no le ha atrincherado en la sala de espera de un hospital, como nos
revolvemos tantos aficionados y no aficionados, personas de bien que detestamos
a estas bichas que se disfrazan de vendedores de libertad y tolerancia, de maestrillos
en virtudes civiles, canallas que pretenden delinear el mundo con la regla y el
cartabón de sus verdades aprendidas, como otrora hicieron en todos los
infiernos del pensamiento único.
En las víboras que
caminan sobre los pies y esconden en el pecho un carbón, poco importa la razón
de su discurso, siempre violento. Ahora su excusa es la pretendida defensa de los
animales. Unos animales de peluche, por cierto, mascotas de apartamento,
perritos con jersey y gatitos a los que se deja la herencia después de castrarlos,
una distorsión de la Naturaleza que, sin embargo, desde su tribuna aplican lo
mismo a un león que a una ballena. Por eso los toros son, para ellos, humanoides
dignos de derechos y libertades. Claro, jamás han visitado una dehesa ni han
contemplado la difícil crianza de este bóvido único en el mundo, para el que
los hombres hemos encontrado un destino que le salva de su completa
desaparición, un ecosistema riquísimo en biodiversidad, un cuidado en su manejo
que para sí quisieran los cerdos, por ejemplo, que terminan convertidos en la
mortadela con la que los ofidios se preparan el bocadillo.
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