El universo gira
alrededor de los teléfonos móviles. En nuestro mundo y en el de al lado, que es
el de los pobres. Lo he visto en el corazón de África; se dan por bien
empleados los días y las noches de estómago vacío si por recompensa se consigue
un teléfono móvil. Esto último los pobres honrados, que los otros están
dispuestos a robar y matar con tal de sentir en el bolsillo la leve presión del
aparato de marras. Allí, como aquí, observar la pantalla es un rasgo de
estúpido poderío del que sólo se libran los niños. Me refiero a los niños
pobres, que los nuestros bien se solazan en los infinitos reclamos que asaltan
sus otrora inocentes ojos.
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2016 acaba de pasar
a la historia con su caza virtual de pokémones.
Y son millones las familias que han festejado las campanadas con la
representación de un mundo de seres congelados. Nadie sabe el motivo de esta
nueva manera de hacer teatro, una representación de sombras inmóviles en tres
dimensiones, una disposición original de maniquíes con alma que se filman por
un lado y otro —«no parpadees, por favor. El abuelo… que alguien le abra el oxígeno
para que deje de toser»—, y después se ofrece a los demás como quien regala una
fotografía, un tarjetón de bodas o de agradecimiento por la compañía durante el
óbito, aunque sin cuidar la identidad de los destinatarios porque hoy todo lo
interpretamos para la galería, como si viviésemos expuestos tras los cristales
de un gran almacén. «Qué divertidos los López… ¿has visto su mannequin
challenge?». Y enero continúa, a la búsqueda de otra originalidad que
se pueda enviar por wifi.
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