12 feb 2017

Esta generación de niños que juega en los parques y hace churros de plastilina en las escuelas, se ha visto obligada a sumar a su torpe vocabulario la última terminología criminal. La escuchan en sus películas, se la advertimos los padres, la charlan entre los amigos, la oyen de boca de sus profesores... Antes de que pierdan los dientes de leche están capacitados para ganar el juego terrible de colocar a la definición de los peores crímenes su correspondiente vocablo. Con cinco, seis, siete años... podrían triunfar en el decano de los concursos de la televisión, si este dedicara un monográfico a la perversidad. Y apuesto a que también lograrían batirse con concursantes barbados, a los que pasarían de largo en el conocimiento de las nuevas formas de delinquir.

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Ellos no se lo merecen, claro, pero es el entorno que les hemos preparado: el delito moderno —que es tan antiguo como la tendencia retorcida del ser humano empeñado en hacer el mal— es parte del decorado de sus primeros años. Por eso saben qué es el acoso escolar antes de que comiencen la educación primaria. Conocen la teoría, por supuesto, y les apasiona la práctica, aunque no la cometan: entre ellos discuten del modo más eficaz para ningunear a un amiguito de la clase, del cruel vacío que se le puede hacer en el patio. Lo de los móviles les llega un poco más adelante —no mucho después—, en el instante en el que sus padres se autoconvencen de las ventajas de tener al “peque” localizado. Un móvil con acceso a internet, por supuesto. Y con cámara de fotos, también. Total, «el niño nos ha salido responsable». Y así crecen, doctorados en barbarie.

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