19 feb 2017

“Patria” es la novela que me hubiese gustado escribir. Lo digo con humildad, pues yo no hubiese alcanzado la calidad que Fernando Aramburu supera de largo. Y lo digo con envidia por la maestría que desparrama en la construcción de los personajes, la naturalidad con la que estos piensan y hablan. En la tragedia que narra, Aramburu ha conseguido hacer justicia a las víctimas. Sin necesidad de procesos, de vistas, de sentencias, pues no es ese el papel de la literatura. Se trata de una justicia moral que está por encima de las torpezas de un sistema que convierte las condenas en aguachirri (sobre todo, en aquellos casos en los que no hay arrepentimiento ni aprendizaje, segunda y tercera razón por la que a un terrorista le corresponde ver pasar el tiempo en chirona).

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Los asesinos volverán a sus pueblos y les harán homenajes. Lo hemos visto ya. Les bailarán aurreskus, echándoles la chapela rojo-sangre a los pies. Utilizarán sus nombres de serpiente para dárselo a los niños. Inventarán para ellos un pasado heroico de salvapatrias. Todo y más. Y las víctimas (los muertos, las viudas, los viudos, los huérfanos, los heridos irrecuperables, las familias rotas a cuchillo) seguirán paseando de puntillas, como pidiendo perdón por haber manchado las aceras con sus vísceras. Pero no. “Patria” nos dice que no. “Patria” viene a recordarnos que el hombre es carne y espíritu y que la conciencia no la deshacen las balas ni las bombas. Que hay una dignidad superior que resiste al paso de los años y que los servicios municipales de limpieza no logran borrar, por mucho que froten. 

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