20 mar 2017

Las nuevas corrientes ideológicas están diseñando un panorama en el que los animales ocuparán el mismo lugar —si no superior— que el que nos corresponde a los hombres. Animales con dignidad humana y con derechos, como lo oye, aunque a ellos les traiga al pairo, que ya me dirán lo que pueden opinar un perro, un hámster ruso o un escarabajo de la patata de la gracia de ser considerados —por  pléyades de memos— con más melindres que a un niño.

Cuidar a los animales nos engrandece, por supuesto, siempre que estos cumplan el papel que les asignamos. ¿Cuál es el de la oropéndola? Colorear el bosque con su plumaje amarillo. ¿Y el del mirlo? Alegrar los jardines con su flautada. ¿Y el del escarabajo de la patata? Comer veneno cuando ponga en riesgo la cosecha. Y el de todos ellos: mantener el sacrosanto equilibrio de la Naturaleza. Lo demás son fantasías: ni las oropéndolas ni los mirlos ni los escarabajos de la patata actúan como en las películas de dibujos animados, base científica de las hordas animalistas.

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A los perros los castramos con denuedo en perreras y hospitales veterinarios, y sin que hayan firmado previamente un documento de aceptación. También los encerramos de por vida en apartamentos donde no pueden desarrollar las potencias de su instinto. Y los alimentamos con piensos secos, compuestos con lo peor de la cadena alimentaria. Y hasta hay quienes los visten con jersey o chubasquero… Es el precio por vivir  al servicio de sus amos. Por eso lo de menos es que se les corte el rabo o la punta de las orejas por motivos de estética o comodidad,  para que puedan cumplir mejor las funciones que les asignan sus dueños. Pero los legisladores se han dado cuenta del filón que comportan estos brindis públicos a la vacuidad, con ladrido incluido. 



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