Soy de natural curioso, muy curioso, y
preguntón. Creo que es el origen y la razón de mi oficio, porque sin curiosidad
no hay vida y sin vida no hay novelas ni artículos. En principio todo me
interesa. O casi todo, porque uno entiende sus límites, que se encuentran allí
donde se abre el bostezo. Y me gusta más el interrogatorio que ser preguntado,
quizás porque los escritores no tenemos gran cosa que contar más allá de lo que
volcamos en el papel, que es donde de verdad sabemos expresarnos.
Entre mis curiosidades está el
conocimiento que algunos pueden tener de los personajes egregios. Ya sé que son
pocos los que duran en la memoria, pues la fama se marchita en una o dos
generaciones; la Historia es muy selectiva acerca de lo que entra en sus
páginas. A un novelista, a un cantante, a un deportista o a un actor se los
lleva el viento, por más portadas de revista o libro que hayan decorado. Enseguida
se convierten en baratijas para un puesto en el Rastro, que son unas calles de
Madrid en las que los fines de semana se venden toda clase de antiguallas.
Pero he tenido la suerte de
encontrarme con gente que han tratado de cerca a personas —en este caso el
término “personaje” no se asocia a la realidad— a las que nunca cubrirá el paso
del tiempo ni se verán arrinconadas, cubiertas de polvo. Me refiero a los
santos. Gracias a los últimos Papas, se han acelerado los procesos de estos
testigos de la fe que compartieron nuestras añadas, ya que el hombre y la mujer
de hoy necesitan las huellas y la compañía de ejemplos contemporáneos, que
hablen su idioma, que hayan participado de sus mismas vicisitudes, que hayan
vencido en parecidas luchas. Por eso contamos con una extensísima baraja de
intercesores a los que muchos han tratado de tú a tú, haciéndose dueños de anécdotas
que merecen ser publicadas.
San Juan Pablo II ejerce sobre
millones de personas un atractivo especial. No en vano recorrió el mundo de
forma repetida, como si no le hubiera bastado con conocernos, como si se le
hubiera quedado algo en el tintero que compartir. El Papa Magno tuvo, entre
otras muchas, la cualidad de la empatía, que le hizo forjar con miles de
personas la persuasión de una estrecha amistad, que se sostenía en su magnífica
memoria para vincular rostros con situaciones.
Me contaba un joven obispo keniano sus numerosos encuentros con él, extendidos a lo largo de los años. Mi amigo vivió en Roma, en donde cursó sus estudios teológicos y filosóficos y en donde recibió la ordenación sacerdotal. Antes de recibir el sacramento, actuó como acólito en alguna misa del Santo Padre. En una de ellas sostuvo la patena (esa bandeja dorada que se coloca debajo de la barbilla del comulgante, para recoger cualquier partícula que pueda desprenderse de las hostias consagradas) mientras el Papa repartía la comunión. Escuchó entonces con sorpresa que Juan Pablo mustiaba, antes de pronunciar el litúrgico “Corpus Christi”, unas palabras en polaco: «Jezu, kocham cię». Acabada la misa, le preguntó a un amigo eslavo por su significado. «Jesús, te amo», es la traducción. De este modo supo que el santo dejaba una enamorada jaculatoria cada vez que tomaba en sus manos la Sagrada Forma.
Me transmitió otra anécdota, con la que se convenció de que el Papa polaco era un místico, quizá comparable a san Juan de la Cruz, a quien tanto veneraba. Tuvo lugar en la capilla de sus apartamentos. El obispo, de visita a la Ciudad Eterna, había recibido una invitación para concelebrar en su misa matutina. Llegó antes de tiempo, con el propósito de acompañarle durante la hora de oración contemplativa con la que se preparaba para la Eucaristía. Entonces, con asombro, descubrió que el Santo Padre conversaba con Jesús, frente al Sagrario, como si lo estuviese viendo. De hecho, san Juan Pablo gruñía en algunas ocasiones dirigiéndose al Tabernáculo, quizá en una discusión filial acerca del tiempo que Dios empleaba para resolver algunas de sus acuciantes intenciones. En otros momentos elevaba los brazos y gesticulaba con las manos, para dejarlos caer, con peso muerto, como si se rindiera ante lo que en su interior acaba de escuchar. Y todo ello sin que el Papa dirigiera una mirada a quienes le acompañaban, como si en aquel oratorio estuviesen, únicamente, el Señor y él.
Soy de natural curioso, lo que me da muchas oportunidades para preguntar y aprender.
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