Manuel Machado, que como Antonio gozó de una infancia sevillana, con su
patio y el huerto claro donde maduraba el limonero, confesó que no soñaba con
alondras ni granadas, materiales del poeta. Tampoco con escenarios y
apuntadores, elementos del dramaturgo, sino con un castoreño, una calzona y una
vara; con un caballo dócil y cansado; con un toro al que enfrentarse dándole el
pecho (el de la jaca, pero también el del torero); con un morrillo astracanado
bajo el estribo; con la determinación y la fuerza para detener la embestida con
la puya de hierro, que todavía no tenía cruceta. Sí, el sueño de Manuel Machado
fue ser picador. Y en abril, hacer el paseíllo en la Maestranza, erguido el
busto vestido en oro sobre un caballo tordo al que se le marcaran los huesos de
las caderas viejas, un ojo libre entre el cabezal y el otro tapado con un
pañolón.
Los Machado fueron de niños a los toros, en compañía de su padre o de algún
familiar de bigotes engomados. Por entonces el público conocía el nombre de los
picadores, y valoraban el prestigio acumulado por parar los toros de salida,
echados sobre los lomos de la bestia, sin detenerse a calcular el riesgo del
seguro batacazo contra el duro albero, en una confusión de alamares, tañeres de
metal y tripas de jamelgo, con los cuernos zumbando en el aire como medias
lunas que buscan pescar los peces brillantes de la arena.
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Los ojos del niño Manuel observaban el salir y entrar de los piqueros con
parecida emoción a la que se prendía en los míos al contemplar el burladero de
capotes, donde los toreros cambiaban la seda por el percal, amapolas rosas que con
su orla barrían la tierra todavía virgen de los pezuñazos del toro. Como
Manuel, aquel niño que fui también tuvo sueños imposibles.
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