30 abr 2017

Manuel Machado, que como Antonio gozó de una infancia sevillana, con su patio y el huerto claro donde maduraba el limonero, confesó que no soñaba con alondras ni granadas, materiales del poeta. Tampoco con escenarios y apuntadores, elementos del dramaturgo, sino con un castoreño, una calzona y una vara; con un caballo dócil y cansado; con un toro al que enfrentarse dándole el pecho (el de la jaca, pero también el del torero); con un morrillo astracanado bajo el estribo; con la determinación y la fuerza para detener la embestida con la puya de hierro, que todavía no tenía cruceta. Sí, el sueño de Manuel Machado fue ser picador. Y en abril, hacer el paseíllo en la Maestranza, erguido el busto vestido en oro sobre un caballo tordo al que se le marcaran los huesos de las caderas viejas, un ojo libre entre el cabezal y el otro tapado con un pañolón.

Los Machado fueron de niños a los toros, en compañía de su padre o de algún familiar de bigotes engomados. Por entonces el público conocía el nombre de los picadores, y valoraban el prestigio acumulado por parar los toros de salida, echados sobre los lomos de la bestia, sin detenerse a calcular el riesgo del seguro batacazo contra el duro albero, en una confusión de alamares, tañeres de metal y tripas de jamelgo, con los cuernos zumbando en el aire como medias lunas que buscan pescar los peces brillantes de la arena.

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Los ojos del niño Manuel observaban el salir y entrar de los piqueros con parecida emoción a la que se prendía en los míos al contemplar el burladero de capotes, donde los toreros cambiaban la seda por el percal, amapolas rosas que con su orla barrían la tierra todavía virgen de los pezuñazos del toro. Como Manuel, aquel niño que fui también tuvo sueños imposibles.


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