Es tan breve la vida que se nos hace indispensable proyectarnos en la de
los demás. Por eso el éxito apabullante de la prensa del corazón. Quien más
quien menos, de manera consciente o escondida allí donde rizan las olas del
inconsciente, se asoma a las páginas del “¡Hola!” para mirarse en ese teatrillo
dantesco de felicidad maquillada que, después, simulamos con la crítica mordaz
del te has fijado en lo que ha dicho, cómo va vestida, la pinta de su nuevo
amante, si ya va por la cuarta, qué desfachatez, pues mira que me encanta cómo
ha decorado su casa. Por eso vemos cine y series, en las que somos quienes
nunca seremos, héroes y heroínas, protagonistas de aventuras imposibles. Por
eso leemos novela, placer incomparable que nos obliga a trabajar todos los
sentidos desde el umbral de la imaginación.
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Es tan breve la vida que se nos hace indispensable proyectarnos en la de
los demás. Por eso el éxito apabullante de las páginas de sucesos. Quien más
quien menos, de manera consciente o escondida allí donde rizan las olas del
inconsciente, se asoma a la tragedia que arrastran algunas noticias, con el
ímpetu de reflejarnos en el dolor inconsolable de otros. Caen dos adolescentes
por el vacío, dentro de un ascensor desgajado, y son nuestros hijos los que
caen. Y esa noche no podemos conciliar el sueño. Tampoco mis hijos, que por
unas horas son esos adolescentes en quienes se rompen todos los sueños contra
el cemento. Aunque no los conocemos, somos también el padre y la madre de
ambos, y le preguntamos al silencio del dormitorio cómo se puede vivir con el
desgarrón de tamaña ausencia. Y aunque nunca estaremos junto a esas familias,
le pedimos al viento de la noche que les lleve nuestro pobre consuelo.
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