El hombre participa en el proceso de la Creación, que no finalizó —ni mucho
menos— al séptimo día del comienzo de la Historia, tal como narra el primer
libro del Génesis, sino que continúa y continuará hasta que se apague
definitivamente la luz del sol y lo creado se transforme en un cielo y una
tierra nueva.
Esta participación nos compete a todos. De hecho, la misión del hombre
podría resumirse en el papel que cada cual desempeña en este proceso. No me
refiero, necesariamente, al impacto que podamos causar al medio ambiente (que
también) sino al papel que representamos. Al igual que un gorrión viene a alegrar
el asfalto de una gran ciudad, embelleciéndola, cada persona debe embellecer el
mundo a través de sus actividades. Nada de lo que hacemos es inicuo: nuestras
acciones, disposiciones y propósitos afectan de manera positiva, neutra o
negativa al legado que el Creador deposita en nuestras manos, lo que me hace
entender el convencimiento de algunos santos, que aseguraban dar gloria al
Cielo incluso al dormir.
La creación se completa o daña, principalmente, a través de la realización
de nuestro trabajo (no es lo mismo cumplir que no cumplir las responsabilidades
firmadas en un contrato; no es lo mismo pagar que no pagar un justo salario; no
es lo mismo ser fiel que traicionar a quien nos da de comer; no es lo mismo
aprovechar los recursos que malgastarlos…). Por eso, algunos oficios parecen
incidir de manera más directa al embellecimiento del mundo. Me vienen a la
cabeza, a bote pronto, las labores de jardinero, arquitecto, cocinero,
barrendero, peluquero, diseñador de moda y tantos otros, siempre y cuando reine
en ellos el afán de hacernos la vida más hermosa y amable, más bella.
La belleza (fundamental para alcanzar un nivel razonable de felicidad) es
un elemento eminentemente cristiano que, sin embargo —quizás porque hace unos
siglos nos arrebataron el liderazgo de la cultura—, tantos cristianos no
entienden, no valoran o desdeñan. Sin una correcta aproximación a la música, a
la pintura, a la escultura, a la arquitectura, a la literatura, a la danza, al
cine, al cómic… que nos permita la libertad de escoger aquello que enriquece
como pocas cosas el Cosmos, es difícil que el mundo vuelva los sentidos hacia
Dios.
Como soy un pequeño escritor, mi contribución a este magno proyecto apenas
es anecdótica. Como soy un pintor y un escultor pequeño (este artículo surge de
una exposición en Madrid, después de veinte años sin mostrar mis obras en
público), mi contribución a este colosal proyecto sigue siendo diminuta. Pero el
trabajo con la palabra, el texto, la narrativa, los materiales, el trazo y el
color, con los modelos y las herramientas, la madera y el volumen, me
reconcilian de manera íntima con este sueño de que el mundo sea mejor para
todos, lo que me impele a vocearlo.
0 comentarios:
Publicar un comentario