Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Que el hombre es hombre y no puede
inventarse a sí mismo, por mucho que avancen las ciencias y nos cuenten que
estamos a punto de vencer a la muerte. Dicen que seguimos siendo la misma
especie, con los mismos anhelos y las mismas pasiones que experimentaron
nuestros antepasados a lo largo de la Historia, desde aquel instante en el que
-no me pregunten cuándo, dónde ni cómo- un homínido se irguió sobre las piernas,
observó alrededor con asombro, volvió los ojos a su cuerpo peludo y se preguntó
por su destino. Fue el mismo hombre que ha llegado a este momento, en el que
cualquier gachí puede comprarse la luna desde el teléfono móvil.
Dicen que el hombre tiene las mismas aspiraciones, aunque vestidas con otro
disfraz. Ahora se lleva el de político. El de político bajo rejas. El de
político bajo secreto sumarial. El de político bajo sospecha. Nada nuevo bajo
el sol, dicen, y es cierto, porque desde que el hombre vio necesaria la
invención de la jerarquía para garantizar el mejor gobierno de la sociedad, muchos
han caído en la tentación de asentarse en el poder, de recibir los halagos de
los trepas y de meter la mano en la bolsa común, aunque haya otros políticos
que viven su oficio como el servicio más honorable a la causa común, en un
esfuerzo constante por no dejarse engatusar por el placer de mandar, por los
piropos de aquellos que desearían cortarles las piernas ni por lo abultado de
esa bolsa.
En mi familia de origen siempre se habló de política. No de la gran
política, porque en mi entorno nadie fue estratega, no hubo prohombres, tampoco
teóricos ni muñidores. Hablábamos de una política de andar por casa, divertida,
apasionada, sostenida apenas por las cuatro chinchetas de la información que
veíamos en la tele, oíamos en la radio y leíamos en el periódico. Seguramente
nuestro discurso político (ay, qué cursis son algunos términos de la jerga) era
el propio de los papagayos que nacieron y crecieron en un ambiente determinado,
como sucede en todos los hogares. Si no, el voto nacionalista –por ejemplo- no
tendría el acento tribal que lo hace perdurable en tantas familias, que
interpretan como un sacrilegio que alguno de los suyos cuestione al líder o
–¡anatema!- vote otras siglas.
Hoy los jóvenes (mis hijos) apenas hablan de política. Ni de la gran
política ni de la de andar por casa. Es cierto que apenas ven la tele, que no
escuchan la radio ni leen el periódico, así que el gobierno de la res pública es para ellos algo lejano,
un cacareo entre gente que no ha encontrado nada mejor que hacer. Por si su
fuera poca su desafección, han aprendido de las conversaciones de sus mayores
que el destino común de los políticos es el calabozo, seguido por un proceso
judicial y un tiempo en la sombra.
Se lo hemos explicado mal, porque, insisto, no todos los políticos –ni
siquiera la mayoría- comen de ese plato podrido, tengan las ideas que tengan,
representen al partido que representen. Hay hombres y mujeres honrados en el
gobierno, en las filas de todo el arco parlamentario, en nuestro senado y en
cada una de las administraciones locales. Por eso deberíamos hablar más del
amor por la patria y lo mucho que necesita gestores honrados.
Quien ama su tierra, su historia, sus costumbres, lo que representa la
bandera y la monarquía, siente cada caso de corrupción como una quiebra de
confianza, una herida que daña el buen nombre de nuestro país. Quien ama a
España siente en cada momento la necesidad de la regeneración que, sí o sí,
será labor de nuestros hijos, siempre y cuando les dejemos las huellas del
ejemplo.
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