En cuanto acabe este artículo, saldré de casa con unas cuantas cartas en la
mano para comprar en el estanco los correspondientes sellos y lanzarlas al
buzón. Lo que era habitual en la rutina diaria, se ha convertido en un hecho
extraordinario incluso para quien se gana la vida como escritor. Claro que el
mundo ha cambiado de manera vertiginosa, y tampoco los autores de carné
utilizamos la pluma ni la hoja de papel para el bosquejo de nuestras obras,
sino el teclado y la pantalla de un ordenador —¡qué diría Miguel Delibes, cuyos
manuscritos de sus más famosas novelas son un cuadro de tachaduras, flechas,
subrayados, globos, cambios, correcciones, párrafos arañados por una línea
sinuosa y otros introducidos, incluso, con un recortable—, que nos permite mostrar
siempre una presentación impoluta en la que no hay dificultad para entender el dibujo de las
letras, determinadas mecánicamente por los programas de texto.
Siento que los jóvenes y los niños no experimenten la emoción de la
correspondencia, en contraste con la frialdad previsible de los mensajes
digitales. “Correspondencia” nos habla, al menos, de dos sujetos: el que
escribe y envía; el que recibe y contesta. También hay cartas elaboradas a
numerosas manos, epístolas familiares en las que los hijos, los padres y hasta
los abuelos encontraban un hueco para garabatear algunas líneas y estampar una
rúbrica de arabescos. Apenas queda nada de esto, salvo el gusto de quien en
ocasiones se toma la molestia de enfrentarse al folio bolígrafo en ristre, con
el objeto de transmitir un mensaje en el que —el ejercicio obliga— hay que cuidar
la redacción y la ortografía, requisitos inexcusables tan mal tratados por los
medios de comunicación inmediata, emoticonos incluidos. Bien lo saben los
carteros, otrora mediadores en el entendimiento de los hombres; hoy
transmisores de multas y otras zarandajas.
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