16 jul 2017

En cuanto acabe este artículo, saldré de casa con unas cuantas cartas en la mano para comprar en el estanco los correspondientes sellos y lanzarlas al buzón. Lo que era habitual en la rutina diaria, se ha convertido en un hecho extraordinario incluso para quien se gana la vida como escritor. Claro que el mundo ha cambiado de manera vertiginosa, y tampoco los autores de carné utilizamos la pluma ni la hoja de papel para el bosquejo de nuestras obras, sino el teclado y la pantalla de un ordenador —¡qué diría Miguel Delibes, cuyos manuscritos de sus más famosas novelas son un cuadro de tachaduras, flechas, subrayados, globos, cambios, correcciones, párrafos arañados por una línea sinuosa y otros introducidos, incluso, con un recortable—, que nos permite mostrar siempre una presentación impoluta en la que no hay  dificultad para entender el dibujo de las letras, determinadas mecánicamente por los programas de texto.


Siento que los jóvenes y los niños no experimenten la emoción de la correspondencia, en contraste con la frialdad previsible de los mensajes digitales. “Correspondencia” nos habla, al menos, de dos sujetos: el que escribe y envía; el que recibe y contesta. También hay cartas elaboradas a numerosas manos, epístolas familiares en las que los hijos, los padres y hasta los abuelos encontraban un hueco para garabatear algunas líneas y estampar una rúbrica de arabescos. Apenas queda nada de esto, salvo el gusto de quien en ocasiones se toma la molestia de enfrentarse al folio bolígrafo en ristre, con el objeto de transmitir un mensaje en el que —el ejercicio obliga— hay que cuidar la redacción y la ortografía, requisitos inexcusables tan mal tratados por los medios de comunicación inmediata, emoticonos incluidos. Bien lo saben los carteros, otrora mediadores en el entendimiento de los hombres; hoy transmisores de multas y otras zarandajas.



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