El cadáver de un suicida es motivo de reflexión y no de acuchillamiento
social. Alguien que se quita la vida, que emplea su voluntad y sus habilidades
para poner punto y final a este regalo cuajado de oportunidades no debería
convertirse en excusa para seguir dándole vueltas al rodillo de la
especulación. Porque la vida es sagrada, se crea en Dios o en el lucero del
alba. Una oportunidad que vuelve a nacer cada veinticuatro horas, por ponerle
un reloj, incluso para aquel que ha hecho daño a sabiendas. Una oportunidad,
repito, porque el hombre puede y debe renacer de sus cenizas.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía.
Me generan tristeza esos cuestionarios de periódico y revista en los que se
le pregunta al entrevistado si se arrepiente de algo, pues la respuesta casi
siempre es «no», cuando en una sola jornada reunimos una baraja de situaciones
por las que pedir perdón. A los demás y a nosotros mismos. Si prescindimos del
arrepentimiento, si consideramos que lo hecho, hecho está, si nuestro
vocabulario no maneja el «lo siento», «perdóname», «intentaré no volverlo a
hacer», si ante nuestros fallos no buscamos un tribunal de misericordia, apaga
y vámonos, carga la escopeta, hazle el nudo a la soga, ponle veneno al
gazpacho.
Vivir y morir son cosas muy serias. De hecho, las únicas definitivas. Igual
que nadie nos pidió permiso para abrir los ojos a este mundo, regalo inmerecido
a pesar de los dolores que trae aparejado, nadie tiene derecho a escribir su
propio final. Si el suicidio se ha convertido en la segunda o tercera causa de
muerte en los países de Occidente, es que hemos cambiado el orden de las cosas.
No hay perdón porque creemos que no hay redención para nuestros errores. Hemos
abandonado los principios de la felicidad (vivir para los demás) a cambio de
que todo gire alrededor de nuestro ombligo.
0 comentarios:
Publicar un comentario