El verano tiene tantas lecturas como veraneantes. Me refiero al verano que
relacionamos con las vacaciones, no a los meses de la estación en los que nos
derretimos en nuestro puesto de trabajo, de camino de ida o de vuelta a casa,
en esas noches de azogue en las que ni se mueven las hojas de los árboles.
Hay personas que leen el verano como un tiempo de feliz desconexión, y
otros a los que las nuevas tecnologías y unos jefes maleducados no les respetan
sus semanas de asueto. Hay otros que leen la languidez de los días sin
obligaciones como un aburrimiento que fácilmente les empuja a la ira. Los hay
que no soportan que la lectura del verano les obligue a mirar a la cara
—durante tantas horas— a la persona con la que comparten techo, tal vez porque
durante el curso no han buscado tiempo para decirse nada más allá del
«qué cansado estoy», «¿qué hay de cenar?»,
«abre la nevera y te cocinas lo que quieras», «mañana te
toca llevar a los niños al colegio», «de eso nada, que los he
llevado y recogido hoy». Se entiende que cuando cierran el libro del
verano no les quede, pobrecitos, otra salida que la separación.
Pero la lectura del verano suele ser más jugosa y alegre. Lo es para la
mayoría de los hombres y mujeres con cordura, lo es siempre para los niños,
aunque no para tantos abuelos que se quedan bajo el aire acondicionado de la
residencia, perfectamente aparcados ante el televisor, que les atiza la dosis
diaria de basura y publicidad. Más allá de estas penas —¡pobres abuelos, tan
mal pagados!—, un buen libro de verano se compone de páginas y páginas de
naturaleza, de deporte al aire libre, de puzles y otras aficiones, de barbacoas
y partidas de mus (lo anuncio, sólo sé jugar al continental siguiendo mis
propias reglas, y aun así lo habitual es que pierda), de puestas de sol y
gin-tonics, de ropajes coloridos y bronceados, de familia, mucha familia, de
verbenas y fuegos artificiales, de siestas reparadoras, de amores adolescentes,
que suelen venir con las mareas de la canícula, amores de promesas cuyo
cumplimiento se vaporiza en el invierno, sobre todo ahora que se ha acabado la
correspondencia, esos sobres que llegaban matasellados y la dirección escrita con
boli Bic y en redondilla (¡ay, qué preciosos recuerdos), porque los whatsapp rompen
los suspiros como si fueran pompas de jabón.
En todo caso, la lectura del verano se construye con libros. Con auténticos
libros, pues el verano ofrece —por fin— tiempo para leer. Aunque ahora lo dudo,
pues las vibraciones, las melodías, los silbidos y otras tonadas de los
pretendidos teléfonos inteligentes interrumpen el sosiego que exige toda
lectura, hasta hacerla imposible. ¿Qué hacemos entonces con los novelones que
habíamos reservado para agosto? ¿Qué con esos poemarios que nos prometían
grandes emociones cuando los abriésemos frente al mar? ¿Y con los ensayos, las
biografías, la espiritualidad o lo que cada uno escoja del maremagno de la
literatura universal? No sé responder a estas preguntas. Es más, me rebelo al
plantearlas, pues vienen a decirme que estamos desistiendo a una de las pocas
actividades que son, a un mismo tiempo, lúdicas y culturales.
Sin lecturas en verano, sin libros, sin conversaciones alrededor de esas
páginas por las que vamos avanzando al compás del calendario estival, limitamos
nuestra libertad. La libertad de nuestra imaginación, la libertad de nuestra
elección, la libertad de nuestra formación intelectual, la libertad de nuestro
mundo propio. Y sin libertad, sin lectura, quizás el libro del verano se
convierta en aquello de lo que siempre nos hemos reído: un tiempo para los
horteras que gustan lucir palmito —y teléfono móvil— por la orilla de la playa.
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