Hay iconos populares que dan
miedo: uno dice Josu Ternera y aunque no le pongas cara al asesino, te provoca
un cosquilleo incómodo. Hay iconos positivos: uno pronuncia Picasso y aunque no
comprendas el significado de su obra rupturista ni la razón del precio que se
paga por cualquier pieza de su inabarcable talento, haces tuyo el orgullo
patrio de su firma inconfundible. Luego están los iconos de baratillo, que son
como una colección de mecheros de usar y tirar, o de llaveros de feria, prescindibles
y saludablemente olvidables, aunque el pueblo —que es quien proclama iconos— se
empeñe en perpetuarlos.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía.
Andreíta es icono de muchas
cosas. En primer lugar, de lo que los españoles no deberíamos ser. No lo digo
por la muchacha, de la que tengo pocas referencias, sino por el público que ha
seguido sus pasos mediáticos (primero los de una bebé a una diadema pegada,
después los de una niña con el rostro pixelado) con la gula de una cotilla de
visillo que no desea para la protagonista ni bien ni mal, sino carnada que la
alimente. Mérito de la prensa del colorín, indispensable para que durante los
dieciocho años de “Landreíta” el público no perdiera la codicia de saber cómo
eran sus rasgos, que la Ley —con toda justicia— nos impedía conocer.
Andreíta es icono de la
coronación vacua. Utilizo el símil porque alguien enroscó sobre la testa de su
madre el cursilísimo título que, tras su muerte, le calzaron a aquella inglesa privilegiada
de ojos tristes. “Landreíta” es la Infanta del vulgo, heredera de la Princesa
del pueblo, pimpampum de tantos hogares que vegetan en el ocio malsano de
Telecinco, juguete roto de exclusiva entre la desintoxicación y la masacre
estética. ¿Cuánto tardarán en hundirla en el mismo cieno? El negocio es el
negocio, amigo.
0 comentarios:
Publicar un comentario