Hoy guardamos tanta información como el maniático que colecciona basura. El
fondo de saco de nuestros teléfonos móviles, de nuestros ordenadores y otros
dispositivos digitales está atestado de mensajes, fotografías, vídeos y otras
piezas que han perdido utilidad (si es que alguna vez la tuvieron). También
atesoramos archivos con material pirateado: cientos, miles de libros, piezas musicales
y películas para las que no vamos a tener tiempo, pues la vida es demasiado
breve para asimilar lo que cazamos con gula, sin selección, en la red de redes.
Nuestros almacenes de documentos son como la hinchazón de peces que traen los
arrastres de los barcos, piezas sin ton ni son: grandes, pequeñas, pulpos,
delfines, ballenatos, crustáceos… muchos de ellos sajados por el nylon, muertos, descabezados, que no
tienen otro destino sino volar por encima de la borda para regresar, inútiles,
al océano.
El hombre del siglo XXI va dejando un rastro continuado de sus andanzas. Un
rastro que parece invisible, porque no ocupa los armarios ni las bibliotecas.
Son gigas y más gigas de nada, que no merecen llevar nuestro nombre. Desde que
todo se puede grabar hemos renunciado a lo selecto. Ponemos en un mismo lugar
lo importante y lo fútil. Antes conservábamos una entrada del teatro en el que
nos atrevimos a tomar de la mano a la chica que nos gustaba, un autógrafo de
aquel personaje con el que nos encontramos, las fotografías de un festejo
familiar… Mas hoy son montañas y más montañas que forman un vertedero como los
de una gran ciudad asiática: mensajes inanes, grupos inanes, fotos inanes,
novelas que jamás hemos tenido la intención de meterles el diente, la
discografía completa de Raphael (más de 3.000 canciones) o la filmografía de
Goddard. Por eso, de cuando en cuando, dedico unos minutos a vaciar mis
dispositivos de tanta inutilidad.
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