20 oct 2017

En sociedades avejentadas, en las que la media de hijos entre las mujeres fértiles conduce al suicidio demográfico (por más que nos empeñemos en no querer ver este fin de civilización), los asilos se han convertido en el triste final para cientos de miles de ancianos. En ellos pasan sus últimos días; en ellos reciben la visita de la muerte.

Alguien pudo creer que la ausencia de niños abriría un espacio en los hogares para los abuelos; nada más lejos de la realidad: si antaño las familias numerosas hacían equilibrios para que los mayores cupieran en casa, las de hoy les han robado ese espacio con un egoísmo de obesidad mórbida. No digo que todos los casos sean iguales: hay motivos que justifican que una persona mayor reciba las atenciones continuadas de los profesionales en una residencia, sobre todo cuando son pocas las manos que podrían atenderle en un domicilio. También cuando una enfermedad daña la convivencia o cuando la salud familiar aconseja un espacio en el que el mayor esté mejor cuidado. 

En otros países de Europa, conscientes de los gastos sociales que conlleva este suicidio, se alientan formas de convivencia más humanas. Por ejemplo, no son pocos los ancianos que dividen su casa para venderla a un mejor precio que el que dictamina el mercado, a cambio de que sus nuevos ocupantes se comprometen a asistirles hasta el final. No es la única: hasta cabe la adopción de un abuelo, de una abuela, en un contrato privado.

En España, cada vez que visito una residencia compruebo que —salvo honrosas excepciones— el trato deja bastante que desear. Empezando por los olores. Una persona mayor debe oler a limpio, vivir bañada en agua de colonia o acompañada por un perfume; su piel surcada de arrugas clama la guarda de este tipo de detalles. Y lo mismo habría que pedirle a su entorno: no es digno para vivir un lugar que huele al «sudor de la muerte bajo la higiene visible de la vida», como escribe el poeta Christian Bobin, al que no cupo otra opción que internar a su padre, enfermo de Alzheimer, en una de estas residencias en las que aparentemente todo está muy limpio pero en las que, sin embargo, flota un aire irrespirable, mezcla de puré y medicina, de apósitos y úlceras.

Bobin también describe magistralmente la cobardía de no querer nombrar las cosas por su nombre, en el ejercicio del falso humanismo que desvirtúa la verdad. En Francia (donde él reside) a las residencias las llaman sanatorios, y «a los enfermos, ancianos y agonizantes los llaman residentes», lo que le hace concluir que «a medida que las cosas son más duras, se las llama con nombres más endebles».

Muchos hemos contemplado con el estómago encogido esa larga hilera de ancianos que no pueden caminar, y al que los celadores de las residencias (enfermeras, enfermeros, cuidadores a sueldo) colocan de espaldas y frente a un televisor a todo volumen, pues es el modo de mantenerlos hipnotizados y de que así no les interrumpan en sus tareas. Hay casos en los que no es cuestión de malicia, pues abundan los profesionales que tratan con cariño a los pacientes. Se trata de una cuestión de reducción de personal: pocos trabajadores para demasiados clientes, sobre todo desde que las residencias parecen garajes repletos de trastos rotos.


Un anciano —también cualquier tipo de enfermo— exige un trato reverencial. No sólo porque son la voz y el estímulo de la experiencia, ni porque han abierto los caminos por los que los que ahora somos más jóvenes o estamos sanos avanzamos con cierta seguridad. La reverencia se la debemos por su propia existencia. No hay personas más merecedoras de dignidad que ellos y que los niños. Y dicha dignidad se les reconoce cada vez que los acariciamos, que los escuchamos, que los atendemos con delicadeza, que los besamos, que les entregamos esa parte del tiempo que juzgamos exclusivamente nuestra.

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